Esa cosa esplendida: una brizna de hierba

Ernesto Hernández
Conferencia
20 Sep
10 : 00 AM

Fragmentos y fragmentos, estos fragmentos son anotaciones en torno a un problema, aproximaciones al corazón, pero, nos dice Foucault, no hay corazón, no hay corazón, sino un problema, una distribución de singularidades. Sea como sea, cada fragmento es un intento por trazar, prolongar, o quizá simplemente insinuar un posible recorrido sobre una de las líneas que se entrecruzan en torno al problema de la creación, de lo que finalmente podríamos concebir como una idea en el ámbito del arte. Cada fragmento está precedido por un nombre propio que establece una relación con el fragmento, pero no a la manera de una resonancia/disonancia o de una implicación/explicación, sino en cuanto se establece cierta simpatía entre el texto y el nombre, sea este el de un filósofo, sea este el de un investigador, sea este el de un amateur.

Søren Kierkegaard

Permítanme una que otra interpretación-comentario, quizá un poco tartamudeantes. Quisiéramos que la interpretación y el comentario, a la manera de anillos entrelazados y abiertos, se hicieran mutuamente indiscernibles pero, a su vez, distinguidos de los sistemas de opinión. Interpretación–comentario en torno a la incesante inquietud que significa, para Whitehead (2006) “la vívida sugestividad del poeta” y que hemos dado en llamar arte. Estas migajas, briznas de hierba, menos que una opinión –pues “tener una opinión es a la vez demasiado y excesivamente poco [… ya que…] exige seguridad y hallarse cómodo en la existencia [imposibles para quien ha renunciado] a la dicha doméstica y a la estima ciudadana, a la communio bonorum y a la concordia de la alegría indispensables para gozar de una opinión” (Kierkegaard 1997: 25)–; migajas lanzadas un poco en desorden, y que no aspiran a más ni a menos que a alcanzar ese momento mágico en el que la sugestividad del artista interfiere y provoca obligándonos a danzar en favor de la idea, de la emoción que experimentamos cada vez que, de nuevo, la idea, la tentativa de establecer un concepto en torno a las artes, adquiere el carácter de problema. Emoción que cada vez alcanza la dimensión que esperaba Kafka de las ideas “que nos despierten de un puñetazo, rompiendo el mar de hielo que llevamos dentro”.

Franz Kafka

Kafka, en su diario, sugiere un procedimiento semiótico para liberar a la percepción, la sensación, el pensamiento, de su necesidad apriorística, así como de un voluntarismo que conjuga el bien como voluntad con la verdad como necesidad, y de cualquier pretensión por establecer un fundamento, una fundación, un “a partir de”, que restableciera la tripartición mundo-representación-subjetividad. Dice: “Las cosas que se me ocurren no se me presentan por su raíz, sino por un punto cualquiera situado hacia el medio. Tratad, pues, de retenerlas, tratad de retener esa brizna de hierba que sólo empieza a crecer por la mitad del tallo, y no la soltéis” (en Deleuze y Guattari 1994: 27). Brizna de hierba proliferante entre las palabras forzándolas a abrirse, a multiplicar sus sentidos y sus relaciones; entre las cosas hendiéndolas, haciendo estallar sus formas definitivas, conectando multiplicidades de órdenes heterogéneos para componer nuevos estados de cosas, flujos que se empalman, se precipitan, se recortan, cambian de dirección, en suma, constituyendo movimientos, estallidos de energía, “movimientos aberrantes” (Lapoujade 2014: 9). Bajo este procedimiento nada aparece como realizando un fin, una finalidad que no tenga el carácter de provisorio, pues si algo termina es porque ya algo nuevo estaba emergiendo, germinando; de manera que es inútil y no tiene sentido preguntarse adónde trata de llegar, y más apremiante constatar que, sin punto de llegada, el movimiento va “más allá”, como en el viaje que emprende el brujo para llegar a Ixtlán, aun sí “en mis sentimientos pienso a veces que estoy a un paso de llegar [y sin embargo, decidida la partida, recomenzado el viaje, ya] ni siquiera encuentro los sitios que conocía, nada es ya lo mismo” (Castaneda 1992: 361).

El arte –que siempre se dice en plural– no termina, no cierra o clausura una temporalidad ya establecida porque se juega por entero en la novedad emergente de un nuevo encadenamiento en el que los dados son lanzados para renovar su afirmación azarosa. Desligado de cualquier identidad definitoria, conservando su pasado no tanto como una absoluta referencia, sino como contingente azar, cada vez pone en cuestión su historia al mismo tiempo que no deja de recorrerla, de reencontrarla, de versionarla, de fabularla, introduciendo así la diferencia a partir de la cual se suscita de nuevo la sensación como problema: volver de la diferencia gradiente intensivo. Ahora bien, el volver de la diferencia no es otra cosa que el abrazo de las fuerzas del arte con las nuevas fuerzas del porvenir, fuerzas que se apoderan del arte, fuerzas nuevas con las que el arte entra en relación, que se abrazan, reaccionando críticamente frente a su historia, pues su irrupción no pertenece a la historia, si bien la encadena, y la historia no puede explicar las nuevas fuerzas pues sigue siendo exterior a las mismas, al contrario es su reacción crítica la que complica –en su doble movimiento de implicación/explicación– su relación con la historia. Esta relación crítica la podríamos llamar estilo.

Heinrich Wölfflin

Heinrich Wölfflin, en sus conceptos fundamentales de la historia del arte, ha postulado que el estilo tiene por lo menos tres componentes, un componente histórico, un componente territorial y un componente temperamental, que se expresan en un conjunto de líneas revolutivas. Estos componentes constituyen el estrato artístico (pictórico, arquitectónico, escultórico, musical, poético, cinematográfico, etc.) y las líneas revolutivas son como los gérmenes mutacionales, o el paso revolutivo de un esquema sensible a otro: actualización de un virtual-real que no se puede reducir al conjunto de los componentes aún si es en ellos en los cuales se expresa. Así, las líneas revolutivas se pueden categorizar en: de lo lineal a lo pictórico, de la monodia a la polifonía, de lo superficial a lo profundo, de la forma cerrada a la forma abierta, de lo múltiple a la multiplicidad, de la claridad absoluta a la claridad relativa, de la temporalidad horizontal a la temporalidad vertical, etc. Cada ámbito artístico respecto de sus propias espacio-temporalidades dinámicas, deriva su conjunto categórico, y cada conjunto categórico es como la traza que señala los puntos en que las diferentes líneas se interfieren, de tal manera que no se tiene un conjunto categórico universal, sino un sistema de interferencias y composiciones, una maquínica enunciativa. La expresión y el contenido, cada uno con su forma y su sustancia, son ese sistema móvil de interferencias y composiciones, de tal manera que la obra es expresión histórica, territorial y temperamental de los devenires que atraviesan las épocas, arrastran los territorios a su deriva irrefrenable, y producen los sujetos larvarios como subjetividades inestables.

Anton Ehrenzweig

Entonces, no basta con una espacio-temporalidad englobante, histórica y territorial, es preciso, dice Wölfflin, que vierta en el esquema su fuerza expresiva una sensibilidad vertebrada, que es, retomando una expresión de Eric Alliez, como propiedad, la firma del mundo, pues, evidentemente lo compuesto es necesariamente un mundo: la obra, que es lo único que conserva y, en primera instancia, conserva las fuerzas invisibles, conserva eso que no era visible: la composición de las fuerzas históricas, territoriales y temperamentales. Lo conservado no es la “materialidad de la obra” sino la potencia virtual que se encarna perpetuamente en ella, y que nos reclama, nos capta, nos percibe, tanto como la fabulamos, la captamos, la percibimos. Entre una imagen-motivo y una imagen-cerebro, en su diferencia y doble percepción o captura se produce una imagen-emoción una imagen-sensación, en suma, podríamos decir con Wolfflin, una imagen-temperamento: es un Gauguin, un Van Gogh, un Jacanamijoy, un Martínez, un Laignelet. La sensibilidad vertebrada no remite el acto a un sujeto determinado como poseedor de una consciencia clara y distinta, sino a un inconsciente distinto-oscuro, un “se” o aún un “otro”, de manera tal que no pinto, se pinta; no compongo, se compone, como afirma Ehrenzweig, invocando a William James, “cualquier formulación de un pensamiento”, una frase, una imagen, “va precedida de una anticipación inarticulada transitiva” (Ehrensweig 1976: 45) que hace del artista un autómata espiritual, cercano al místico, con el que tiende a confundirse, y que, como este, posee cierta consciencia oceánica que no se diferencia de su afuera, regresa con los ojos rojos de sus profundas visiones, de unas visiones que no poseen rastro alguno de imágenes definidas, y que él las hace aparecer, en su absoluta imperfección, portadoras de una irregularidad que no puede reducir ninguna forma de semejanza; visiones deformadas, diferentes; apariciones que vienen a perturbar así nuestra sensibilidad consciente.

Marcel Moré

Paul Klee escribía en su diario de juventud

La música es para mí como una amante embrujada,
¿Gloria como pintor?
¿Escritor, poeta lírico moderno? Mala broma.
Por tanto, no tengo vocación y estoy vagando.
Muchas paradojas, Nietzsche en el aire (en Moré 1971: 76).

Más tarde escribe:

Cada vez más se imponen en mí paralelos entre la música y el arte plástico. Y, sin embargo, no llego a analizarlos. Las dos artes son, ciertamente de una naturaleza temporal, podríamos demostrarlo fácilmente. En Knirr se hablaba precisamente del recital (Vortrag) de un cuadro, porque se lo entendía como algo específicamente temporal: los movimientos de expresión del pincel, la génesis del efecto (en Moré 1971: 77)

Ejecución en espacio-tiempos que resuenan, lectura-mirada que se entrecruza en una caligrafía que se desenvuelve a medida que se descifra.

El corazón, que ha latido para este mundo, está en mi como herido de muerte. Como si no tuviese más que recuerdos que me ligaran a esas cosas…y por tanto, ¿se formará en mí el tipo cristalino?

Mozart se refugia (sin olvidarse de su infierno) en todo y para todo en la parte alegre de sí mismo. Quien no comprendiera esto absolutamente, lo podría confundir con el tipo cristalino.

Abandonamos la región de aquí para construir del otro lado en una región más allá que puede existir intacta.

Abstracción.

El frío romanticismo de este estilo sin pathos es inaudito. Entre más este mundo (de hoy precisamente) se hace espantoso, el arte se quiere más abstracto, mientras un mundo feliz produce un arte inmanente.

El hoy está hecho de la transición del ayer al ahora. En el gran foso de las formas yacen despojos a los cuales aún nos apegamos, en parte. Ellos proporcionan materia a la abstracción. Un depósito de inauténticos elementos para la formación de impuros cristales.

Pero luego: ocurrió que sangró la drusa[1]. Pensaba en morir, guerra y muerte. ¿Puedo morir, yo cristal?

Yo cristal. (en Moré 1971: 83-84)

El cristal, el tipo cristalino, perla o diamante, en Blake, en De Quincey, en Lautremont, en Mozart, en Klee, en Messiaen, en Cézanne… allí donde, dice Madame Homberg,

el alma del violín se calla y cede la voz a los bajos; [allí donde un color vibra en la vecindad de su opuesto], ahí allí una extraña petrificación de los cristales, un cálculo, un diamante ensangrentado, en el punto exacto en el que las venas de la música, [que restallan en la vibración de la pintura] se ramifican, irrigando los más secretos dominios de la partitura [y atravesando los arbitrarios meandros de la tela] y se pierden en el ensueño del aprendiz (en Moré 1971: 88).

Fascinado ante su amada embrujada. ¡Emoción! ¡Emoción! Línea de brujería que acaso sea un “reflejo de lo absoluto”.

Maurice Blanchot

La discreción, la reserva, no es simple cortesía, por el contrario es condición para la creación, es la intimidad que asegura el desvío, el rodeo, la aproximación indefinida en la que la obra realizándose renuncia a cualquier verosimilitud, para alcanzar, en la proximidad absoluta, el más alto grado de precisión. Dada a sentir renuncia a su accesibilidad directa, discreta, se distancia; del mismo modo, sentida, cada vez, anula el vacío con el cerebro que siente imponiendo una relación directa y no medida. Sentir se erige como la ley heautonoma que permite penetrar el misterio ahora revelado por la presencia. Complementariedad transversal que asegura el juego necesario de la multiplicidad en el que, cada vez, dado a sentir, el misterio vuelve, asegurando de este modo que como en el principio, “el principio era [necesariamente] la vuelta a empezar” (Blanchot 1976: 161).

Jean-Clet Martin

Una tradición europea de las artes plásticas ha querido desmaterializarlas, de tal manera que el signo pictórico o escultórico se vea purificado de su materialidad y esté por completo vuelto del lado de la designación: fría voluntad de una escena ideal, sublimidad inmaculada del gesto que hace reinar la idea, eliminando la aspereza del material, la tosquedad del pincel, el grano, la viscosidad, el lento o rápido fluir del óleo según su grado de disolución, etc. Tanto como se elimina la deformidad que imponen las fuerzas a los cuerpos. Los soldados mantienen posturas de reyes y los reyes posturas de dioses. Dejado afuera el azar, la materia parece reducirse a un simple material homogéneo de tal manera que a la abstracción pura del motivo le corresponde una desmaterialización que reduce el signo a una discursividad significante. Más sucede que una corriente de aire fresco hace respirar la materia en los materiales introduciendo los accidentes propios de la materia como material-fuerza inseparable de un material-forma que liberan la expresión de la red de hierro que le imponían las referencias exteriores, las cuales la dotaban de un contenido previamente establecido y rigurosamente formalizado, referencias impuestas sea por los Estados, estados de cosas, estados mentales, estados espirituales, sea por las homogenizaciones didacticas, las tradiciones o las escuelas, en suma estados… de consciencia. Este respirar de la materia, de los materiales-fuerza y de los materiales-forma, impulsa al arte a la aventura de descender hacia la vida inorgánica de las cosas, elevando a la condición de problema el juego de fuerzas constitutivo de los materiales y el combate solitario y violento que libra la obra con los flujos y dinamismos moleculares que atraviesan la tela, que soportan la figura. Más allá del moldeado de una vez por todas, el combate que libra la obra implica una modulación continúa de singularidades como verdaderos afectos de la materia de los que el artista conseguirá o no, pues el fracaso forma parte de la experimentación, liberar el flujo de energía del que depende su gracia.

Baruch de Spinoza

Tal como Spinoza afirma del cuerpo que “no sabemos lo que puede”, del arte, de sus “cuerpos”, podemos decir que “no sabemos lo que pueden”, sólo una evaluación inmanente puede dar cuenta de sus pasos, sus pasajes, rupturas, que a posteriori un juicio trascendente establece en la forma exterior de la historia del arte. El arte, el artista, no supera ni alcanza finalidad alguna, desplaza o atraviesa un límite, un umbral, hace volver en el pintar, en el esculpir, en el hacer música, al acontecimiento, actualizando, como dice Michel Cassé, la “nebulosa cósmica de potencias virtuales”, que vibran perpetuamente en cada obra en la que ya no vemos el mármol sino la presencia alucinatoria del fuego, del viento, de la beatitud, de la entrega; en la que no escuchamos las notas, los instrumentos, sino el horror y la despiadada lucha del viento con el mar que se libra, dice Debussy, como “música en el espacio entre las notas”. La potencia perturbadora de la obra de arte es inseparable de lo que esta, en su desequilibrio, en su imperfección, en su inexactitud, puede, y del hecho mismo de que no podemos saber de antemano lo que puede, de tal manera que, cada vez, nos exponemos, arriesgamos entrar en un mundo que posee su lógica, lógica que deshace la articulación de nuestras facultades y el ordenamiento de nuestros sentidos haciéndonos experimentar, a nuestra vez, lo que Cézanne le describía a su amigo Gasquet: “en ese momento no soy más que uno con el cuadro” –con el mundo por atravesar y que me capta– “estamos en un caos irisado, estoy ante mi motivo, me pierdo en él… germinamos”.

Henry Maldiney

Dice Maldiney en su libro Mirada palabra espacio, “El arte es la perfección de las formas inexactas”, o mejor aún ‘anexactas’ (palabra que invoca Husserl al hablar del surgimiento de la geometría). Las formas anexactas “tienen su perfección, sin modelo, por una necesidad interior que toma en cuenta su tiempo y su espacio propio pero no los asimila a una eternidad abstracta simplemente ideal y no real, en efecto ellas existen” (Maldiney 1973: 226). Para Maldiney, arte quiere decir poder expresivo del sentir, de la sensación, y el artista es quien pone en obra ese poder, una obra que está en perpetuo recomienzo, buscando una salida o una entrada, una manera de orientarse en el mundo en el que, dice Klee, el artista “ha sido arrojado”. Salido del caos, lo imposible ejerce tal coerción, fuerza coercitiva que engendra la obra.

Jorge Luis Borges

Borges (1999) cuenta que alguna vez el pintor americano Whistler expresó que “el arte sucede”, y añade que sucede cada que leemos un poema; cada que nos aventuramos en una novela; cada que, al recorrer la sala de exposiciones, nos atrapa un cuadro, una combinatoria tensa en la que los colores forcejean entre sí o un entramado de líneas de fuerza huyen arrastrándonos en su huida, el ojo vuelto sobre sí alcanza la plenitud expresiva de la luz que se pliega para abrirse de nuevo como imagen; cada que una música altera la atmósfera introduciendo un desequilibrio que nos envuelve en un viaje, pues es por el oído que todo huye, al mismo tiempo que la fuerza del ritornelo musical y de nuestro ritornelo auditivo hacen viajar a la música; cada que nos hundimos perplejos en la oscuridad de la sala de cine para componer una nueva fabulación en nuestro encuentro con el movimiento, la imagen y el tiempo. Si el arte no puede distinguirse del conjunto de las obras y estas son su sentido, tal sentido no puede ser develado bajo la forma de un concepto o de una función, se efectúa como energía espiritual en las mil formas de lo sensible, construyendo cada vez una “lógica de la sensación”, por consiguiente la filosofía o la ciencia nada tienen que decirle al arte, el arte nunca ha tenido necesidad de la filosofía ni de la ciencia, de ahí su libertad para reclamar de ellas que sean intercesores, tanto más necesarios por cuanto son capaces de multiplicar sus relaciones en una red de interferencias, de provocaciones, de resonancias, de violencias, en las que el arte suscita, necesariamente, un problema al cual ni la filosofía ni la ciencia pueden renunciar, pues es precisamente aquello que aún no pueden pensar. Cuando en el libre juego de las interferencias, “el azar quiere que resuenen”, que arte, ciencia y filosofía entren en resonancia, entonces, recortar el caos es un trance, una aventura que llamamos pensar, y que no se da más que en su relación positiva con aquello que nos fuerza a pensar, con lo que aún no podemos pensar, y es en ese trance, entonces, como afirma Foucault que “vale la pena pensar”, que es preciso y necesario crear. Momento en el cual el pensamiento, en su acontecer, en su “suceder”, se siente como presencia.

Arnaud Villani

Microencuentros, ritmicidades moleculares, fugas, pasos y resistencias cromáticas, sonoras, zonas indiscernibles, colonizaciones, conquistas paso a paso, palabras resonantes en un tartamudeo que hace vibrar las palabras para extraer una musicalidad desconocida, en suma resistencia que insiste, lucha, combate, muertes en función de una vida cada vez más potente, de tal manera que la obra de arte produce, hace emerger una naturaleza renovada de la naturaleza, una naturaleza naturante que renaturaliza, porque provoca, violenta y desvía la naturaleza naturada aventurándola en una vorágine molecular que no puede menos que hacernos evocar estas líneas de La voragine, en las que Rivera enuncia un sujeto colectivo, a medio camino entre el idiota y el sonámbulo, que se abre hacia la comprensión de nuestra presencia en una actualidad agotada, pero ya fecundada por una acronía que es potencia innovadora:

Esta selva sádica y virgen procura al ánimo la alucinación del peligro próximo. El vegetal es un ser sensible cuya psicología desconocemos. En estas soledades, cuando nos habla, sólo entiende su idioma el presentimiento. Bajo su poder, los nervios del hombre se convierten en haz de cuerdas, distendidas hacia el asalto, hacia la traición, hacia la asechanza. Los sentidos humanos equivocan sus facultades: el ojo siente, la espalda ve, la nariz explora, las piernas calculan y la sangre clama: ¡huyamos, huyamos! (Rivera 1946).

Epopeya silenciosa del artista que se arriesga en esa experiencia peligrosa, violenta y dolorosa, mientras nuestros ojos aquí, nuestros oídos, en la tranquila comodidad de la sala aspiran al goce fugaz de la sonoridad, de la coloridad, de la sensualidad, en suma del movimiento, sin saber que quizá nos acecha una aventura semejante, la del acontecimiento por el cual nuestra valencia, nuestra potencia, cambiará de nivel, modificando irreversiblemente nuestro modo de vivir, de pensar, liberando de ese modo una amplia zona de nuestra subjetividad, que entonces se ve barrida, limpiada por el flujo irrefrenable de la obra.

Gilles Deleuze

El pensamiento se dice como concepto, se enuncia como función y se hace como afecto, percepto, sensación. Adentro el pensamiento escapa, se deshace, afuera caotiza, se hunde, absorbido por el desorden. Lo que pedimos entonces es un mínimo de constancia para ordenar las ideas que responda a un mínimo de neguentropia, de anticaos de los estados de cosas, para que haya cierta garantía de un acuerdo, de una opinión. Pero las maneras de conocer, los modos de crear, piden algo más, un “más allá” de la conformidad entre el estado de cosas y el pensamiento, un “más allá” de la conformidad de la experiencia presente con su pasado. Este “más allá” es, para cada manera, la constitución de un plano que recorte el caos, pero la constitución, el trazado no difiere del recorte que desgarra el horizonte constante de las opiniones. Entonces la aventura de conocer, de crear está lejos de la forma secular de reproducir los estados de cosas, se trata de estados de cosas pero inestables, metastables, son las cosas pero en su estado salvaje, es decir cuando el concepto, la función, la sensación alcanzando el estatus de estado de cosas se conjuga con la cosa misma en su propio devenir, animando las potencias de virtualización. Diferentes órdenes de virtualización asedian lo actual, constituyendo, como dice Michel Cassé, una nebulosa cósmica de potencias virtuales. El comercio entre lo actual y las potencias de virtualización es un complejo intercambio de Destrucción-creación perpetua que no se puede reducir a su realidad última. Crear no se agota en un estado de cosas, cada creación continúa emitiendo partículas que delimitan su espacio-temporalidad dinámica; del lado de lo actual esta emisión de partículas, de Destrucción-creación, se determina en un tiempo más corto que el mínimo tiempo continuo pensable, del lado de lo virtual se delimita un conjunto de círculos, una espacio-temporalidad dinámica determinada por el máximo tiempo continuo pensable. Así, respecto del objeto actual coexisten la percepción y la memoria en un oscilar perpetuo del objeto actual a su imagen virtual. Por tanto, la obra de arte aparece cada vez en un cielo cambiante, desgarrado, sobre el que actúa y del que recibe su reacción multiplicando el acontecimiento, de tal manera que frente a la esfinge contemplamos veinte siglos, pero igualmente veinte siglos nos contemplan. Deleuze nos dice, tiempo escindido en un “tiempo presente que pasa, que define lo actual” y “un tiempo que conserva”, potencia efímera que conserva sobre el chorro autónomo del pasado-futuro. La creación-destrucción implica un único plano de inmanencia “que contiene la actualización como relación de lo virtual con otros términos y asimismo lo actual como término con el que lo virtual se intercambia” (Deleuze 1995).

Alfred North Whitehead

Pero, ¿cómo no preguntarnos por el sentido de la aventura? Alfred North Whitehead nos recuerda que hemos perdido ese gusto puesto que la rutina de los días y las noches se ha convertido en “una necesidad primaria de nuestras vidas” y, sin embargo, “algo antes que nada” adquiere importancia en medio de lo que nos rodea y sobrepasa en todas sus esferas y dimensiones, puesto que la importancia deriva de “la inmanencia de la infinitud en la finitud” (Whitehead 1985: 24); en ese algo, que ahora se convierte en “hecho”, en razón de nuestras inclinaciones y circunstancias, en ese hecho, de ese hecho, seleccionamos “esto más bien que aquello”, en razón de nuestra creatividad; de ese “esto” –que Whitehead califica como factores o términos de la toma de consciencia– surge la libertad en tanto que espontaneidad del pensamiento o de la acción, en razón de la comprensión, que no sólo examina, juzga y entiende sino se hace procesual y operativa. Importancia, selección y libertad son los componentes de cualquier aventura, en la medida en que la aventura realizando la experimentación no la cierra sobre sus determinaciones, al contrario la abre haciéndola tender hacía un último término, el cual es necesariamente la creatividad, aún si conduce al fracaso, o mejor aún, porque el fracaso forma parte de la aventura.

Ahora bien, no se trata de renunciar al sistema, la aventura para que sea fructífera ha de ser sistemática, pero de una sistematicidad que renuncia a cerrarse, porque cualquier sistema que se cierra, sea sobre lo absoluto o sobre la idea, al cerrarse deja de reconocer sus límites, sus limitaciones. La aventura, para ser tal, ha de mantener su sistema abierto, para poder hacerse sensible a sus limitaciones, de manera que sus más allá que penetran la concreción actual no sean desdeñados, pero tampoco irrumpan impidiendo cualquier “gradación de la importancia”. La infinitud de los detalles que constituyen los más allá, producen una infinitud de efectos, pero la aprehensión, en cuanto sentimiento, es la receptora selectiva de los efectos o de las expresiones, y las reduce a una perspectiva. Podemos considerar cualquier perspectiva como “la abstracción muerta del mero hecho a partir de la importancia viva de las cosas sentidas” (Whitehead 1973: 25), así la multiplicidad de las perspectivas científicas, morales, religiosas, estéticas que expresan los modelos perspectivos del hombre común quedan fijados en los esquemas de las leyes, las morales, las reglas de pensamiento, de la mística y del goce estético; y como tales trivializan la importancia. La aventura, al contrario, corre el riesgo –al precio constante de jugarse su libertad, o de hundirse en la fatiga, la decepción, el fracaso– de un perspectivismo trabajado por la variación permanente del interés, de la importancia. Salta a la vista, para este perspectivismo, que cada época caracteriza su propio sentido de la importancia, pero esta caracterización se modifica permanentemente pues el “mundo concreto”, o lo real, brota y corre perpetuamente a través de la tupida malla de la red que tejen las perspectivas, introduciendo una constante irregularidad, una aspereza, una inadecuación, que, sin duda, son fuente de provocación que impacta la experiencia individual y obliga a pensar al científico, al filósofo, quienes, respecto del artista, intentan “encontrar una fraseología convencional para la vivida sugestividad del poeta” (Whitehead 1973: 65). La aventura entonces no es una feliz travesía, adornada de exigentes efectos especiales, y que concluye en una esperada y alentadora finalidad; la aventura es, a la manera de Badiou, la de la creación de lo nuevo, una nueva sintaxis, una multiplicación de los modos de pensar y vivir en los que el arte “actúe a nombre propio” (Badiou 2005: 45); la aventura es el viaje más allá de los límites y las limitaciones, hasta eso que desconocemos, empujando la expresión para que abra un nuevo espacio desbordando los umbrales de “nuestra área de comprensión” (Whitehead 1973: 57).

Charles S. Peirce

A tal sistematicidad abierta corresponde un método que es una técnica y un instrumento. El método consiste esencialmente en dos aspectos, de un lado es un método de evaluación de los efectos, un arte de los efectos, que se apoya sobre la regla establecida por C.S. Peirce en su texto How to Make Our Ideas Clear (en español: Cómo esclarecer nuestras ideas):

Consideremos los efectos que concebimos que tenga el objeto de nuestra concepción y que puedan tener concebiblemente repercusiones prácticas, nuestra concepción de tales efectos es la totalidad de nuestra concepción del objeto (Peirce 1988: 209).

De otro lado propone un método de invención de ideas, en tal sentido el interés del método radica en la experimentación de las ideas en tanto estas se producen, se crean. Así la experimentación implica la adecuación de la idea con la experiencia realizada a partir de algo que se encuentra en estado virtual, puramente potencial y por consiguiente del orden de la orientación, de la tendencia, que Whitehead entiende cómo transformación en dirección hacia un límite. Ya William James había enunciado la condición de este aspecto: “lo que existe realmente no son las cosas, sino las cosas haciéndose”, tendiendo hacia.

El artista no puede renunciar a asumir el sentimiento de vértigo y al riesgo de explorar esta tentativa por establecer una obra que aparezca (como acontecimiento total) explicándose por sí misma.

Jean-Luc Nancy

La ciudad realiza el ciclo plástico del arte, no solo porque le da sus lugares sino porque es el lugar de las artes: de la pintura a la escultura, de la escultura a la arquitectura, de la arquitectura al urbanismo, la ciudad es obra en variación, inestable y difusa. Pero de otra parte la ciudad no es sólo objeto del arte u obra, es germen, para lo mejor y para lo peor, germen de un arte: saber, técnica y gusto de un “vivir juntos”. Fuera de la ciudad se “vive con”, aún en la soledad hay, fuera de la ciudad, un “vivir con”; en la ciudad se “vive juntos”: casa junto a casa, lugar junto a lugar. Ni celeste, ni terrenal la ciudad es flotante, dúctil, fluida y fluyente, sus paradas y descansos son solo destinos pasajeros que se encuentran en las rutas de un “ir hacia”, la ciudad es la calle, la calle el lugar del “vivir juntos”, la calle es barrera, delimitación, salida, entrada. La calle es estrategia y la estrategia de la ciudad es el encuentro, pero el encuentro es el de los desplazados, el de quienes se desplazan, la ciudad es un inquietante todo-mundo: márgenes y centro, franjas, corredores, cruces y encuentros, roces, suertes y aventuras. Para lo mejor y para lo peor.

Félix Guattari

Puesto que la tierra ha sido conquistada, medida, objetivada y ocupada y el pueblo colonizado, subjetivado, interferido, para captar sus fuerzas por medio de las grandes máquinas de sometimiento, de control que aseguran su ilimitada reproducción, y la promesa de felicidad nacida, ya no del progreso sino de la innovación, tanto como en las regiones menos estables, en las que esa tierra conquistada se fractura, caotiza. Como exclamaba Spinoza, la ultimi barbarorum, hace crecer el desierto y condena al pueblo a su aniquilación, a su inexistencia civil; entonces, el artista palestino-veneco-sirio-liberiano-indocumentado-de-todos-los-pueblos-del-mundo deviene artesano y señor de sus propios poblamientos moleculares, de sus velocidades y lentitudes, que se lanza en la aventura –poblada de enemigos y circundada de peligros– de poblar una tierra que ahora se abre sobre el desierto, para fecundarla con el germen incierto, mínimo, involuntario de la creación; brizna de hierba de la creación que invoca y reclama un pueblo por venir, portador, eso esperamos, de los vectores capaces de llevar los flujos más allá, al encuentro con las fuerzas cósmicas. El artista, el artesano de quien se han apoderado las nuevas fuerzas cósmicas, él, a la vergüenza de ser un hombre, responde equilibrando “el terror de ser un hombre con el prodigio de ser un hombre” (Castaneda 1992: 365), de tal manera que aquel, el hombre nietzscheano, el que ha de ser superado, celebre la teofanía del Deus sive natura spinozista.

Bibliografía

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[1] Conjunto de cristales que cubren la superficie de una roca.