Cine contra filosofía. La imagen móvil y “lo otro” del pensamiento
Cine y filosofía. Disyuntivas
Las relaciones entre cine y filosofía no siempre han sido cordiales. Desde la propia constitución como arte industrial de impacto masivo, el cine ha sido visto con sospecha, como una amenaza al ejercicio autónomo del pensamiento. Se le ha vinculado con las estrategias alienantes del poder que históricamente, durante el siglo XX, han implicado tanto la difusión ideológica, de consecuencias catastróficas (por ejemplo, el nazismo), como la manipulación emocional y psíquica del sistema económico del consumo. Desde sus orígenes, además, la tradición tecnófoba ha emparentado al cine con la estela deshumanizante de la tecnicidad, la cual alude a la atrofia de las capacidades humanas, a la irreversible artificialización del mundo y la separación del ser. Según la visión filosófica que le fue contemporánea, a comienzos del siglo XX, el cine no representaba más que un simulacro diferido de las formas perceptivas, que imitaba defectuosamente el comportamiento cerebral para producir un “efecto de realidad” que, por supuesto, no era más que una ilusión proveniente de artilugios tecnológicos. Esta idea impregnó el juicio de valor generalizado a lo largo del siglo XX y el cine se convirtió más en un fenómeno de carácter sociológico que filosófico, a pesar de algunas voces lúcidas, no suficientemente valoradas en su momento, como las de Walter Benjamin o Paul Valery, que insertaron la creación cinematográfica en el devenir artístico. La filosofía, por su parte, tardaría medio siglo en retomar el problema del cine como algo concerniente a su labor conceptual.
Gilles Deleuze (1996) uno de sus reivindicadores en el proceder filosófico, reconoce una razón de peso para el desinterés de la filosofía por el cine:
En el mismo momento de aparición del cine, la filosofía se esfuerza por pensar el movimiento. Pero puede que esta misma sea la causa de que la filosofía no reconozca la importancia del cine: está demasiado ocupada en realizar por cuenta propia una labor análoga a la del cine, quiere introducir el movimiento en el pensamiento, como el cine lo introduce en la imagen (p. 95).
Según esta idea, la rivalidad entre ambas disciplinas sería congénita y no está referida tanto a la crítica según algún tipo de jerarquización disciplinar, como a una seria confrontación de carácter funcional y procedimental. Es decir, en su momento, la filosofía prefirió invisibilizar la potencia del cine en el marco conceptual, descartándolo como posible referente teórico y estético, debido a que sus hallazgos, en el orden demostrativo, gracias a su poder de difusión masiva, podrían minimizar los esfuerzos de conceptualización filosófica. Esta decisión de opacar el cine no fue para nada involuntaria, como se hace evidente en las confrontaciones iniciales de los filósofos contemporáneos al advenimiento del denominado séptimo arte.
Tal como lo plantea Deleuze, entonces, el problema radica en la coincidencia de las búsquedas entre filosofía y cine, por implicar de manera genuina el movimiento en el pensamiento. Es evidente que esta búsqueda filosófica requería enfrentar a una extendida tradición que estuvo siempre atada a la noción estática de los conceptos, según la herencia platónica. De ahí que el cine sea valorado como obstáculo crítico para el momento crucial en el que se trataba de cambiar el paradigma de la trascendencia conceptual. En razón de ello, los esfuerzos filosóficos de comienzos del siglo XX, relativos a la psicología de la percepción y la fenomenología, apuntaron a reconstituir filosóficamente el funcionamiento de la mente, de acuerdo con las capacidades cognitivas y perceptivas. Así, las filosofías de Husserl y Bergson van a tratar de pensar el problema de la movilidad constitutiva del pensamiento, según una postura crítica frente a los mecanismos de percepción y retención consciente que dotan de sentido la experiencia de lo real. Este esfuerzo filosófico lo harán o bien deslegitimando al cine o bien ignorándolo. Bergson, por ejemplo, descalifica la forma de representación del movimiento que ofrece el cine, el cual, según su visión, prolonga la eterna fantasía perceptiva de encontrar lo móvil a partir de cortes inmóviles y, por su parte, Husserl plantea una distribución dinámica entre estados de retención, ligada con la experiencia somática y el recuerdo, que no tiene en cuenta la nueva producción móvil del cine. En épocas recientes, debido a su esfuerzo análogo al proceder cinematográfico, tanto Bergson (a través de Gilles Deleuze) como Husserl (a través de Bernard Stiegler) han sido retomados para entender, precisamente el funcionamiento del cine desde contextos mentales, cognitivos y conceptuales.
El interés ya no se aplicará a los criterios de representación, de formalidad mimética, sino a la propia producción de sentido en el mundo, la cual estará íntimamente ligada al funcionamiento de las imágenes percibidas dentro del flujo móvil propiciado por el cine. Por lo tanto, como veremos, más allá del carácter recreativo que se le pretende dar al cine, su funcionamiento se imbrica en las formas de retención consciente de acuerdo a estados cerebrales, con lo cual las características de su impacto social no se agotan en las instancias perceptivas de consumo, sino que se expanden hacia territorios de cognición que siempre han concernido a la filosofía y la ciencia. Esta revaloración del cine, en un contexto abiertamente filosófico, ha supuesto un especial interés en aspectos relativos a la cognición, la percepción y la imaginación, que rebaten el carácter objetivante de la imagen y dirigen los relatos a zonas de indiscernibilidad entre lo verdadero y lo falso, entre lo ficticio y lo real. En la actualidad una gran cantidad de películas resuenan con estas preocupaciones, actualizando el problema de la percepción dentro de estados cerebrales. Películas como Lost highway (1997), Pi (1998), Being John Malkovich (1999), Audition (1999), Memento (2000), Eternal sunshine of a spootless mind (2004), Inland Empire (2006), Sleapstream (2007), Presentimientos (2013), se preocupan por recomponer estados de captación cerebral en función de procesos perceptivos caóticos.
Estos tratamientos narrativos rescatan las condiciones mismas de la rivalidad originaria entre el cine y la filosofía, por cuanto revelan las características en la producción del pensamiento y sus variantes dentro de contextos disímiles de lo real. No se trata sólo de alteraciones mentales, sino de la exacerbación de la percepción de lo real, que convierte las experiencias en algo más que una “ilusión”, de acuerdo a confrontaciones permanentes con los límites de lo concebible a nivel perceptivo. En estos estados, el sujeto pasivo debe delegar su actividad al torbellino neuronal que fabrica sin control todo tipo de imágenes móviles, más allá incluso de la experiencia propiamente onírica. Es verdad que la experiencia cinematográfica se ha emparentado con el sueño; sin embargo, el efecto concreto de la actividad mental en el cine obliga a la integración con el flujo de imágenes desplegadas, con lo cual dichas imágenes asumen la facultad misma de la percepción, atada a la posibilidad de la imaginación. Esta es la razón por la cual el cine ha servido como material de uso permanente para el psicoanálisis, por cuanto puede recrear aspectos psíquicos de manera figurativa, con una función demostrativa. El cine, sin embargo, no se agota en esta aparente representación de estructuras psíquicas, en las que cae tanto el sueño como la locura y el delirio. Estos estados de consciencia se resisten a la definición del cuadro clínico, precisamente por la condición móvil de la imagen, remitiendo de nuevo al campo problemático de la motricidad en el pensamiento, no sólo para efectos de la trama representada, sino para la propia percepción del observador.
Luego de su aparición, pronto se hizo evidente que el problema del cine no sólo concierne a la comunicación o el entretenimiento de masas, sino que es una variante del pensamiento que puede resonar con modos reflexivos históricamente dominados por la filosofía. El cine no busca establecer relaciones miméticas con la aparente realidad referida, su expresión no está atada a regímenes de articulación entre los valores de analogía, semejanza o identidad. Las relaciones de cercanía (o contigüidad) entre las emociones humanas o los hechos históricos en el cine se encuentran atados a imágenes que él mismo produce y que generan bloques de sensación, a partir de planos, encuadres y montaje. Esta nueva condición móvil de la imagen, exigió en determinado momento de alternatividad filosófica que afrontara las nuevas instancias del pensamiento. Para este nuevo pacto con el hecho fílmico, el trabajo de Gilles Deleuze es modélico. Deleuze comprendió que pensar el cine no consistía en teorizar sobre él, sino exactamente pensar con él, que
una teoría del cine no es una teoría “sobre” el cine, sino sobre los conceptos que el cine suscita y que a su vez guardan relación con otros conceptos que corresponden a otras prácticas; la práctica de los conceptos en general no presenta ningún privilegio sobre las demás, como tampoco hay privilegio de un objeto sobre otros (1987: 370).
Al final de sus estudios sobre cine, Deleuze de manera curiosa decide, con Felix Guattari, escribir un libro cuyo título parece adquirir características testamentarias: ¿Qué es la filosofía? Es curioso que, luego de una extensa obra, cuyo patrón era la experimentación estilística y la heterodoxia conceptual, decidiera apelar a un título de implicaciones escolares, de evidente carácter pedagógico. De alguna manera, en sentido confesional, Deleuze expresa su necesidad de repensar la labor filosófica en términos más convencionales, luego de la experimentación estilística inmediatamente anterior y que parece haberlo conducido al encuentro filosófico con las imágenes móviles, a partir de sendos libros en los que pensaba no sólo sobre sino con el cine: estos libros tuvieron por nombre La imagen-movimiento y La imagen-tiempo.
Lo “otro” del cine 1: el anti-cine
El trabajo de Deleuze, tanto su experimento estilístico con el libro-film que es Mil mesetas, como su filosofía del cine, hacen parte de una preocupación general de época, a la que pertenecen críticos como Bazin y Metz, o directores-críticos como Pasolini, Godard o Truffaut. Algunos años antes, Guy Debord, sumo sacerdote del movimiento vanguardista llamado situacionismo, quiso pensar el cine desde el propio cine, para invertir o tergiversar su aparente positividad social. El situacionismo, nació con la declaración de guerra a la noción de “espectáculo”, al cual define como “la inversión concreta de la vida, el movimiento autónomo de lo no vivo” (Debord 2007: 38), en clara alusión al proceder cinematográfico. El espectáculo, según el situacionismo, configura el grado más perfecto de separación entre el pensamiento y la vida, derivando en la mísera condición del “espectador”, un ser atrofiado para la experiencia real. Según la idea de Guy Debord, el espectáculo es un sistema alienante que evidencia el impoder constitutivo del pensamiento contemporáneo. El cine, para entonces, representaba la forma más decantada de dicha espectacularización de la realidad, por tanto, el sistema de mayor separación frente a la urgencia vital. Esta crítica, resonante con las posturas críticas de Adorno y Horckheimer, acerca de la industria cultural, se mantiene vigente gracias al desarrollo exponencial de los medios masivos de comunicación y la constitución del ciberespacio, como territorio de interacción sincrónica entre estados mentales.
Pese a esta postura adversa al cine, Debord recurrió al cine mismo para combatir al espectáculo, en profunda consonancia con la antigua labor platónica de crítica a la escritura a través de la propia escritura. Esto, como iremos revelándolo, nos avisa que el problema del cine, en su caso, no radica tanto en su constitución como reflejo del mundo, sino en la potencia de reflexividad del propio pensamiento que se refleja a sí mismo. Es decir, en el cine subyace la potencia misma del pensar, dada su constitución reflexiva, no de la realidad sino del propio pensamiento. Al ver una película, el flujo de las imágenes implica al propio observador que debe, a su vez, asumir la consciencia de sí como “otro” que sabe que ve. En este sentido, saber que se ve es también ver que se sabe, o, en términos cartesianos, saber que se piensa es también pensar el saber. Y es justo esta consciencia de sí al interior del pensamiento de sí, lo que pretende Debord para lograr, desde el cine, la desalienación del espectador. El observador que sabe que ve, es capaz de pensar que piensa, y asume, por tanto, una postura concreta frente a su percepción, lo cual le permite separarse del espectáculo en el mismo proceso que lo incluye. Esta característica del cine consciente, le permitirá a Debord, promulgar su teoría del anti-cine o, lo que sería equivalente, la posibilidad de un “otro” del cine, capaz de negarlo, negándose a sí mismo. Veámoslo con calma.
Debord entendía al cine como “la mejor infraestructura material de representación” (Internacional Situacionista 1999: 13) que traía consigo la inviable unificación del espectáculo con la vida. Esto evidenciaba la inactividad del espectador frente al flujo de imágenes consumidas, consciente e inconscientemente. El cine, según su crítica, funciona como un mecanismo de automatización que delega funcionalmente la consciencia a la pasividad receptiva, permitiendo que se efectúe de manera eficaz la separación, por parte de los espectadores, de sus vidas concretas. Su alcance es exponencial con respecto a otras formas de representación (es decir, otras formas de espectáculo) gracias a la positividad de la imagen móvil, capaz de suplir la función activa de la consciencia. Esta delegación funcional de la consciencia es perfectamente operativa, y Debord (2007: 154) la relaciona con lo que denomina como la “primitiva función religiosa del arte”, que consiste en la integración psíquica colectiva a fuerzas ideológicas, desde la estrategia escénica del modelo teatral. Debord entiende al cine como la condensación de los poderes pulsionales que históricamente habían administrado las religiones. Por ello, dice, el cine puede aportar “poderes inéditos a la fuerza reaccionaria y desgastada del espectáculo sin participación” (Internacional Situacionista 1999: 13). Esto hace, por tanto, que pueda usarse como arma poderosa para tergiversar el valor de realidad que contienen las propias imágenes. En suma, el cine es un medio espectacularizante que puede invertir el carácter reactivo del espectáculo, para dotar de acción al pensamiento.
Esta idea de Debord, comporta la paradójica condición del cine como herramienta de potencial desvirtuación de sí mismo: el cine refleja el movimiento del pensamiento pensándose. Lo cual nos inserta de lleno en la problemática constitutiva de un “yo” pensante capaz de negarse a sí mismo en tanto “yo” que piensa. Un “yo” capaz de reconocer desde su positividad su propia negatividad. Esta condición del cine da cuenta de la modulación interior-exterior que convive con la propia producción de sentido en las películas y que se ve claramente reflejada en la crisis diegética que nos revela una instancia siempre ignota del relato.
La idea debordiana del anti-cine se inserta en esta búsqueda del pensamiento alienado que encarnan las imágenes móviles. El cine de Debord no es, por tanto, una representación o constatación del estado lamentable del mundo que le competía, sino justo la transgresión a dicha constatación. Su estilo revela el compromiso que adquirió con la vida y la realidad, según la disposición paradójica de enfrentarlas distanciándose de ellas. Debord, en su obra, transita el mundo con desapego, sólo para reactivar las sensaciones perdidas en sus interlocutores. La indolencia expresiva de sus textos, resonante en sus films, funciona como fermento para la constitución reactiva del individuo impelido a recuperar su tiempo y su experiencia. La frialdad que expone dentro del espectáculo (del cual no puede escapar mientras publique y se exprese) es un catalizador hacia la urgencia de energía vital. Es esto lo que condensa el cine, más que cualquier otra manifestación artística, a su entender: esa paradójica confluencia entre alienación y liberación, al interior del pensamiento. Esto es lo que hace que el cine comporte su propia negación, la potencia negativa de sí mismo.
Lo “otro” del cine 2: el cine dentro del cine
Y es desde esta instancia que podemos reconocer la insistencia del cine por recrear su condición replicante, no sólo de la realidad sino de sí mismo como realidad. La indeterminación de los límites entre producción y reproducción, que invierten el carácter de lo real frente a la ficción, confirman de manera constante la existencia de mecanismos invisibles que controlan los hilos argumentales. Al respecto, Deleuze (1987: 108) dice que el cine como tal se desarrolla en:
Relación directa con un complot permanente, una conspiración internacional que lo condiciona desde dentro, como el enemigo más íntimo, más indispensable. Esta conspiración es la del dinero; lo que define el arte industrial no es la reproducción mecánica, sino la relación, ahora interna, con el dinero.
El cine dentro del cine revela, atravesando las películas mismas, la idea de “algo detrás”, algo que ocurre a espaldas de los personajes, del director o del espectador mismo, la idea de que alguien mueve los hilos de la trama. El cine detrás del cine revela el espejo del cine mismo tratando de reflejar algo que él mismo está produciendo. Tal situación es claramente presentada en películas como Sunset Boulevard (1950) de Billy Wilder, The bad and the beautiful (1952) de Vicente Minnelli, 8 y ½ (1963) de Federico Fellini, La nuit americana (1973) de Francois Truffaut, Der Stand der Dinge (1982) de Wim Wenders, Barton Fink (1991) de Joel Coen, The Player (1992) de Robert Altman o Mulholland Drive (2001) de David Lynch.
La última película referida, Mulholland Drive, es especialmente elocuente al respecto. En ella se revela el carácter demoníaco de ese “otro” conspirador, incubado en el inconsciente fílmico, ese “otro” de características monstruosas, que absorbe de manera vampírica la producción cinematográfica. La película de Lynch presenta varios niveles de realidad imbricados, según instancias oníricas que confunden la participación de los personajes dentro de un rodaje cinematográfico. Dicho rodaje está guiado por una suerte de mantra, proferido por ese “otro” fantasmagórico que asume la figura del poder inconsciente, el cual pronuncia con una solemnidad aterradora la frase “this is the girl”, sentenciando la elección de una actriz específica para protagonizar una película. Esta frase mántrica, que será repetida con reiteración por varios personajes, apunta a distintos niveles del relato, tanto en sentido intradiegético, pervirtiendo las relaciones entre los mismos personajes, como extradiegético, alterando la objetividad perceptiva del espectador. A través de la frase, se configura el movimiento mismo de las imágenes, en función del poder incubado en la producción de la película. Este poder no es otro que el dinero que fluye de un lado al otro, de mano en mano, con las imágenes, en estados oníricos y conscientes, creando estados de delirio anímico que devienen pesadillas cargadas de violencia cerebral y que derivan en el asesinato y el suicidio. Mulholland Drive, así, presenta la condición de ese “otro” perverso que habita el fondo de las imágenes cinematográficas, revistiéndose de sueños para encubrir la pesadilla.
Como vemos, más allá de su carácter representativo y recreativo, el efecto-cine consiste en insertar el movimiento de la imagen en el movimiento mismo de la percepción, relevando la consciencia atenta del espectador sobre su propia actividad, dentro de una situación dada o por darse. Justo es en este punto que el cine representa riesgos para la actividad mental idealizada por la filosofía, pues efectivamente revela el pensamiento dentro del pensamiento mismo y lo expone al flujo visual perceptible. Dicha exposición se da en términos de disimetría, forzando al pensamiento, no aquietándolo, logrando, “como dice Artaud, “unir el cine con la realidad íntima del cerebro”, pero esta realidad íntima no es el Todo, es por el contrario una fisura, una hendidura” (Deleuze 1984: 224). No es casual que mencionemos a Artaud, dada su condición excepcional frente a lo que podríamos denominar una percepción esquiza del cine. Es sabido que el entusiasmo de Artaud por el cine no duró demasiado, pero su posición clara, revelada en sus lúcidos comentarios, presentaba al cine como una fuerza pensante que nos enfrentaba a la realidad negativa del pensamiento. Artaud no se cansó de reclamar que “aún no sabemos pensar”.[1] El cine, para Artaud, revela un pensamiento siempre por venir, como una inminencia diferida, un estado cognitivo que se avizora, pero al que no alcanzamos a llegar debido a la dictadura de las imágenes dogmáticas del mundo. El pensamiento, que se revela como una capacidad, está sumido en la condición del “impoder” que lo conmina siempre a no pensarse y es por eso que el cine debería dirigirse a la reflexividad del pensamiento por el pensamiento. Para Artaud, el cine revela el pensamiento del pensamiento. Deleuze reconoce este mismo propósito al decir que “la esencia del cine, que no es la generalidad de los films, tiene por objetivo más elevado el pensamiento, nada más que el pensamiento y su funcionamiento” (1984: 225). Es por ello que un autor de cine debe ser concebido como un pensador capaz de llevarnos a una comprensión no filosófica de la filosofía. De lo que trata el cine no es de historias dentro de una película, sino del reconocimiento de circuitos mentales activos que combaten contra el impoder del pensamiento que nos habita.
Dicho impoder es una fuerza desgastada y reactiva, incapaz de creación. Por lo tanto, es una negación del porvenir y de la vida misma. El cine, desde su propia negatividad, es capaz de anular el carácter creador del pensamiento vivo. Y es este el punto en el que coinciden Artaud, Debord, Adorno y Horckheimer, cada uno desde un tipo de crítica especial. El cine impone su impoder más que su potencia, revela su negatividad como un “otro” que participa del complot universal en contra de la vida misma. Por eso en él residen las herramientas de domesticación, alienación y esquematización del pensamiento. Como veremos a continuación, el núcleo de este problema debe rastrearse en el elemento constitutivo del quehacer cinematográfico, a saber, el tiempo. El tiempo no como medida del movimiento, sino como estado de relaciones potenciales que anulan cualquier instancia de la verdad del ser. Deleuze afirma que:
si consideramos la historia del pensamiento, constatamos que el tiempo siempre fue la puesta en crisis de la noción de verdad. No es que la verdad varíe según las épocas. Lo que pone en crisis a la verdad no es el simple contenido empírico, sino la forma o mejor dicho la fuerza pura del tiempo (1984: 176).
Y este, el tiempo, es la materia prima del cine. Por ello, al interior mismo de la praxis cinematográfica está la revaloración constante de los estatutos de verdad. Es necesario, por tanto, reconocer el tipo de desmontaje proferido por el cine a la noción tradicional del tiempo, el cual siempre fue vicario del movimiento. Si bien, el cine dota de movimiento a la imagen y por ello mismo, de acuerdo con sus características funcionales, logra insertar dicho movimiento al pensamiento, su dimensión verdaderamente filosófica está en la posibilidad de elevar el pensamiento al espacio virtual del tiempo. Es decir, el sentido filosófico del cine se reconoce en su capacidad de presentar la imagen pura del tiempo, o el tiempo en estado puro.
“Yo es otro” como fórmula cinematográfica
Para analizar la condición del tiempo, relativo al pensamiento, Deleuze apelará a un interesante trabajo deconstructivo de la noción kantiana de la temporalidad, según la enigmática fórmula proferida por Rimbaud: “Yo es otro”. De acuerdo con Kant, el tiempo y el espacio deben tomarse como formas relativas a la interioridad y la exterioridad. Lo que entendemos como interioridad (pensamiento, memoria), es realmente un repliegue del espacio, es decir de la experiencia en el espacio. De otro lado, aquello que entendemos como exterioridad (cuerpo, materia), es realmente un despliegue del tiempo, o sea de la experiencia del tiempo. El tiempo, entonces es el propio espacio replegado y el espacio es el tiempo desplegado. El tiempo y el espacio son dos formas relativas: la forma de la interioridad y la forma de la exterioridad.[2] Es desde aquí que podemos entender el valor filosófico que ha tenido el espacio como límite del pensamiento. El espacio, o sea la exterioridad y la materia, es la instancia que impide la introspección del pensamiento. Es, por eso mismo, “lo otro” que se enfrenta al pensamiento, aquello que lo degrada. La lucha del pensamiento, según la tradición filosófica, ha consistido en rebasar ese límite que le impone el espacio, apelando a una instancia metafísica y trascendental. Aquí está el problema interminable del ser dividido en el cuerpo y el alma, en res extensa y res cogitans, en sensibilidad e inteligibilidad. El cuerpo y el alma, la materia y el espíritu, son los problemas que contienden para hacer aparecer “lo otro” como principio de límite, obstáculo, resistencia del pensamiento. He allí el espacio como “otro” del pensamiento.
Deleuze sabrá analizar este conflicto de “lo otro” a partir de la modulación crítica que produce Kant al pensamiento cartesiano, recusando en la fórmula “pienso luego existo”, la prevalencia de la determinación del “pienso” sobre la indeterminación del “soy”. Es decir, una determinación como el “yo pienso” pierde su función determinante si no halla nada qué determinar (pues el “yo soy” es una indeterminación), o bien, no encuentra consecuencia efectiva en su determinación (pues el “yo soy” indetermina al “yo pienso”). La fórmula “yo pienso luego existo” hace que lo indeterminado (“yo soy”), neutralice la determinación (“yo pienso”). De esta manera, existir es “ser una cosa que piensa” y es por lo tanto condición de autopensamiento e identificación. El acto de pensar implica la identificación con la cosa que así misma se piensa, en ese caso, la fórmula del pensamiento se registra como un yo=yo. Esto, sin embargo, y tal como lo demuestra Kant, según Deleuze, no ocurre instantáneamente, se requiere de un intervalo cualitativo para armonizarse. Dicho intervalo hace visible la bifurcación de algo pasivo (soy) y algo activo (pienso).
El sujeto que sabe que es porque piensa, reconoce ante sí dos dimensiones: la interioridad (o sea, el pensar) y la exterioridad (o sea, el existir). La interioridad, que es el pensamiento, se produce, como vimos antes, en el tiempo y la forma de la exterioridad, que es la existencia, en el espacio. En este sentido lo “otro” del pensamiento no es el espacio, sino que este es sólo su forma exterior. En el pensamiento, tiempo y espacio no se oponen, sino que revelan su modulación cualitativa. Lo cual significa que la interioridad pensante (la sustancia inextensa activa) está habitada por su propio límite, su “otro” pasivo: la exterioridad. De esta manera, la pasividad y la actividad se encuentran en un sujeto desgarrado, atravesado, escindido en dos formas simultáneas. Estas dos formas se dividen en una pasiva-receptiva: la percepción, y otra activa-espontánea: la cognición. Aquí el tema se complica un poco. Y vale la pena apoyarse en Deleuze (2008: 63): del lado de la percepción, que es la forma de receptividad, se experimenta tanto el espacio (la exterioridad) como el tiempo (la interioridad), como formas puras a priori de la sensibilidad. De otro lado, “la forma de espontaneidad posee (también) dos aspectos: el yo del “yo pienso”, el yo=yo, y los conceptos que pienso, los conceptos a priori”. Tiempo y espacio, como vemos, hacen parte de la forma pasiva del sujeto, con lo cual el espacio ya no podría ser el límite exterior de lo pensable. Por otro lado, el “yo pienso” (que funciona como perfecta identidad del yo, la autoconsciencia: yo=yo) y aquello que es pensado por este “yo pienso”, es decir, los conceptos a priori (categorías), hacen parte de la forma activa del sujeto.
El conflicto aquí, tal como lo analiza Deleuze, radica en establecer cómo un mismo sujeto puede “tener” dos formas irreductibles una a la otra. Es decir, cómo un mismo sujeto puede ser pasivo y activo simultáneamente. Esta paradoja será asumida por Kant como la aparición de un “otro”, no ya del pensamiento, sino del propio “yo” que piensa. Este “yo” tendría que experimentarse como intervalo de sí mismo, entendiendo que aquello que lo comunica consigo bien desde afuera y lo atraviesa como interioridad: es la línea recta del tiempo. El tiempo experimentado así, deja de rimar consigo mismo, deja de ser circular y restitutivo, para desplegarse en una línea proyectada al futuro. El tiempo, experimentado así, transmuta la determinación del pensamiento en la indeterminación del ser, impidiendo el equilibrio identitario entre el yo pensante y el yo existente. Y es por esto que Deleuze rescata, en un giro hermenéutico genial, el famoso “yo es otro” de Rimbaud desde la propuesta kantiana. “Yo es otro” significa que el “yo pienso” de la fórmula yo=yo, requiere de una forma determinable que le permita decir “yo soy”, y esta forma será el tiempo, pero el tiempo ya no es una rima, por lo tanto, el yo desplegado nunca vuelve a sí mismo. El tiempo será esa forma que determina no ya el “otro” del pensamiento, la alteridad, sino el “otro” en el pensamiento. El tiempo, así, no es una instancia interior cuyo límite es la exterioridad, sino la línea que atraviesa la posibilidad del ser. El sujeto es una instancia del tiempo, una fisura temporal.
Y es aquí que encontramos la potencia del cine en función de la filosofía, revelándonos la animadversión congénita de ambas disciplinas, evidente sobre todo en aquellas filosofías contemporáneas al nacimiento del cine mismo, aquellas que rivalizaban con él, antes de convertirse en un sistema controlado de industrialización simbólica. Para aquellas filosofías, el cine era lo “otro” de la filosofía, era la determinación, la fuerza activa pensante que movía la pasividad del ser, el cine era la manifestación del pensamiento mismo y obligaba a la filosofía a aceptar su pasividad óntica. Entendemos por ello la agresiva crítica de Bergson y la indiferencia de Husserl. También el desinterés de Heidegger e incluso la condescendencia de Merleau-Ponty. El cine siempre ha sido lo otro de la filosofía, como el yo exterior lo es del yo interior, pero no porque lo habite como un parásito, sino porque su forma de integración en ese “yo” interior se da a través de la presentación pura del tiempo. El cine trabaja con el tiempo, “es” del tiempo y la filosofía trabaja con el pensamiento. Encontrar el cine es, para el filósofo, encontrar no sólo aquello que lo determina, sino la forma que lo atraviesa. Así como el sujeto se reconoce, luego de Kant, como una fisura del tiempo, la filosofía pareciera deber aceptar que es una instancia temporal del cine, porque el cine revela la actividad del pensamiento, no lo representa, sino que lo exhibe como praxis. El cine expresa la función activa del pensamiento, más allá de los esquematismos conceptuales. Pensar no es conocer, es actuar, insertarse en el mundo activo del tiempo como operatividad. Y es por ello que Deleuze dirá, antes de escribir con Guattari, aquel libro casi confesional, ¿Qué es la filosofía?, lo siguiente: siempre hay una hora, una hora precisa, en que ya no cabe preguntarse “¿qué es el cine?”, sino “¿qué es la filosofía?” (Deleuze 1987: 370-371).
Bibliografía
Agamben, G. (1998). Le cinéma de Guy Debord. Dans G. Agamben, Image et mémoire. (C. S. Morales, Trad.). Paris: Arts & Esthetique.
Artaud, Antonin
1973 El cine. Madrid: Alianza.
Benjamin, W. (2011). La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica. Buenos Aires: El cuenco de plata.
Debord, Guy
2007 La sociedad del espectáculo. Valencia: Pre-textos.
Deleuze, Gilles
1984 La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1. Barcelona: Paidós.
1987 La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2. Barcelona: Paidós
1996 Conversaciones. Valencia: Pre-textos.
2008 Kant y el tiempo. Buenos Aires: Cactus.
Internacional Situacionista, T.
1999 Internacional Situacionista. Textos íntegros en castellano de la revista. Madrid: Literatura gris.
Pardo, José Luis
1992 Las formas de la exterioridad. Valencia: Pre-textos.
[1] La mayoría de ellos recogidos en Artaud (1973).
[2] Vale la pena referir el lúcido ensayo, al respecto de las nociones de interioridad y exterioridad, de José Luis Pardo (1992).