Estética e inestética. La estética del afuera*

Jean-Clet Martin
Conferencia
21 Sep
10 : 00 AM

*Traducción al español: Ernesto Hernández B., Cali-Popayán, Agosto de 2018

Quiero, en primer lugar, agradecer a la Universidad del Cauca, y particularmente al decano de la Facultad de Artes, Cesar Alfaro Mosquera, quien anima este seminario consagrado al arte. Intervendré a la manera de una lectura para satisfacer las necesidades de la traducción y para simplificar la comunicación que pasa por muchas lenguas. Me contentaré con leer, exponer a ustedes esta conferencia que está de entrada inscrita en la alteridad de una comunicación, dictada en lengua extranjera. Quizá sea afortunado finalmente pasar por la exigencia de una traducción simultánea para un asunto que toca a una exposición, a todo lo que se expone como es el caso de un “performance”, de una “instalación”…

Cuando Ernesto Hernández me invitó a hacer esta ponencia, me propuso intervenir sobre la cuestión del afuera y principalmente sobre lo que trabaja el arte en el límite, en la frontera, en la intersección de sus exposiciones, sabiendo quizá que todo arte está llamado a afrontar su exposición, y entonces a afrontar o crear un espacio y una forma de temporalidad particular. Me parece que, bajo esta relación, es un filósofo que se llama Kant a quien se deben las reflexiones más pertinentes, es quien ha explorado más acertadamente esta condición que expone el arte a su alteridad.

La filosofía de Kant toma la forma de una exposición desgarrada, la de la representación. Re-presentar no es poseer en sí el objeto al que atañe. Desde la Crítica de la razón pura sería vano buscar –para lo que sentimos y significamos– un acceso directo hacia un referente correspondiente. Algo, ciertamente, entra en tangencia con esta máquina de montar los signos que aguzan nuestras facultades. Pero uno nunca atrapa verdaderas presas entre las mallas de esa red, no capturando, por así decirlo, más que débiles radiaciones de acuerdo con las intuiciones finalizadas, concluidas. Los signos sensibles que captamos no tocan nada que se encuentre por fuera de las facultades por medio de las cuales abordamos y deformamos el objetivo. O, por lo menos, se trata de un toque irremediable, recibido como una pincelada sobre la tela, de la que Magritte dirá más tarde que ahí no veremos ninguna cosa, ningún objeto, a sabiendas de que la representación de una pipa no es una pipa que podríamos preparar y fumar.[1] Entonces, si el mundo es un cuadro para nuestros sentidos que se esfuerzan en trazar el horizonte, la referencia –puesta fuera de ese sistema signalético– no nos llega de ningún modo distinto al de un laberinto.

Imposible entonces salir de la representación hacia una cosa dada en sí, hacia una presencia muda y sin relación con el espacio y el tiempo, los cuales configuran la intuición humana por la forma que caracteriza nuestra muy parcial percepción. El mundo de Kant es un diverso, una diversidad radical de la cual la síntesis es plural, y lo es en función de las sensaciones y las pretensiones de la razón que entonces ejercen sus categorías. Las conexiones de lo diverso, la disparidad que se nos ofrece, no se reúnen sino de un modo local y de acuerdo con intereses que no se superponen. La ciencia no trabaja aquí de la misma manera que la moral o la justicia o aún otros modos de composición. Tenemos consistencias, pero lo diverso no se esquematiza en dirección de la cosa en sí, sea cual sea el borde por el cual intentamos aproximarnos. Esas asociaciones, que fabricamos del lado de la ciencia o aún del lado de los hábitos, se articulan únicamente de manera imaginaria, atrapadas en el cuerpo sensible de un gusto: una estética casi romántica, paisajes inmensos, montañas enormes entre las cuales no se urde ninguna abertura objetiva hacia un referente aún demasiado lejano.

Sabemos, desde Kant, desde su Crítica, que limita las pretensiones del entendimiento, que no hay experiencia vivida correspondiente a los objetos de la razón pura. No hay encuentro con Dios, ni totalización del Mundo, ni ninguna captación del Yo (esencialmente perdido) y que, de acuerdo con tales pretensiones, estos encuentros, totalizaciones y captaciones no serían más que ilusiones. Estamos irremediablemente limitados por los paspartú en trampantojo: de los “como si” irreales que abren las perspectivas en la muralla de signos fuertemente inmotivados. Intención romántica grandiosa pero incapaz de reunir una cosa o una identidad –de la que Fichte hará el sueño, después de Kant, a nombre de un idealismo absoluto–. Si buscamos reducir la figura de nuestros signos, agenciar perfectamente sus componentes, con la idea de tocar la verdad de un “en sí”, la única perspectiva, diría Kant, será la de un objeto = X, que dibuja una focal comparable a la línea de fuga en la pintura del Renacimiento. Así, al leer a Kant a través de esta crítica radical de la metafísica occidental, ella, la estética, que sueña con una quimérica empresa sobre la médula del mundo, sigue siendo para el hombre el horizonte último que le prohíbe reunirse con lo real a la manera de un absoluto. Estética quiere decir finalmente un límite infranqueable, lo infranqueable del tocar, de lo que nosotros sentimos en tanto que fenómeno.

Cualquier experiencia humana toca algo, siente como un contacto que se produce por los sentidos, pero en el marco de signos que provienen más de nosotros, de nuestra sensación, que del mundo. Estética, del griego aisthesis, es el nombre del que se sirve Kant para marcar la frontera, el bastión de lo sensible, puesta a prueba, tangencial al menor signo. Y frente a este límite, no hay apertura efectiva a menos de sucumbir a las ilusiones irremediables que Kant le atribuye a la metafísica. Somos empujados evidentemente por un interés irreprimible más allá de esta línea roja. Hay por todas partes un deseo inevitable que nos empuja hacia los sueños de la metafísica visionaria. Visiones que buscan para nuestros signos los referentes absolutos, un boquete, una abertura que nos devuelva tanto el discurso de la ciencia como el de los órdenes morales. Esas salidas tan investigadas, ese “realismo especulativo”, no culminan más que en pasajes pretendidos, huecos, vacíos. Apenas si podemos esperar puertas que se abren a otras puertas, marcos que no perforamos sin encontrarnos cara a cara frente a otro umbral, otro pasaje a la manera del laberinto de Kafka que nos pone a las puertas de la ley.[2]

En esta relación, cualquier objetivo referencial está condenado a terminar en un enclave, una línea de convergencia que pasa por la experiencia de un engaste digno del Castillo, del cual Kafka nos muestra progresivamente que está desprovisto de sala central. Las puertas, hermosamente decoradas con ornamentos de follajes metálicos, abren el sentido, la significación sobre una experiencia necesariamente estética, fenomenal, en últimas idiomática. A menos de permanecer en una habitación y de hacer el animal, de buscar salidas patológicas, metamórficas, tentado por la forma del insecto, de la cucaracha cuyo lenguaje no entienden sus semejantes. Y esta vía del animal es de interés para Deleuze y Derrida. El texto de Kafka que nos presenta al hombre ingenuo que busca vanamente un pasaje que conduzca al afuera, ilustra perfectamente la metafísica condenada por Kant, anulando cualquier realismo. Que la puerta sea abierta no cambia en nada el asunto, al contrario, puesto que lo que se verá sólo será visto a través del vano, dando el marco sobre otra puerta aún más lejana.

Que hay otra ribera, sin duda, pero de esta fueraborda no podemos suponer nada que sea puesto en sí, ninguna matemática, ninguna geometría de lo extenso inteligible bastará para tomar la medida sabiendo que nuestra manera de contar y de trazar las funciones complejas pertenece congénitamente a nuestros sentidos. Sea cual sea el sextante utilizado, cualquiera que sea el matema considerado, será deudor del espacio humano, de la intuición humana. Entre los dos un vacío, el horror de un vacío imposible de llenar. ¿Cómo romper entonces, frente a este fin, con los “fines” del hombre, con sus finalidades conquistadoras, que vuelven a llevar lo otro a lo mismo según la violencia de su metafísica? ¿Es posible contar con una economía y un intercambio que puedan no sólo tocar la otra rivera sino preservar las riquezas y respetar el sentido? Tal es la pregunta que orienta el conjunto de la obra de Derrida evadida de las esperas colonialistas de la filosofía occidental.[3]

Un corte, en todo caso, se expone en el trayecto de Derrida. Una abertura se exhibe, formando el marco de un escape posible para perforar el sistema de la representación. Un golpe, un resplandor atravesando el campo perceptivo, señalando así el himen, el borde, la delgada puerta secreta que tenemos el sentimiento de captar a lo lejos. Cegadora como una luz delimitada al final de un túnel, indica la salida a cielo abierto llamado desvelamiento o aún “verdad”. Y en esta abertura se forman en negativo un cuadro, un encuadre, un umbral que son objeto de una atención especial, que Derrida desarrolla por su reflexión sobre los aderezos, las decoraciones que organizan el espacio de la pintura, en el límite de lo que sabe ver el ojo occidental. Como si el origen de la obra de arte encontrara en esta claridad su montante, cosa que se podría también pronunciar en alemán para formular la pregunta “was ist das?”:[4] ¿qué es lo que abre y se abre, aunque sea un poco, en el marco que la obra nos propone?

Vemos así como arte y filosofía se encuentran reorientados por un problema relativo al marco mismo, a su modo de exposición, al boquete deslumbrante, tan cegador como la verdad infundida de un abandono. Siempre Derrida sondea un paraje inaccesible, y presiente un naufragio abriendo la apertura imposible de franquear pero de la que el llamado será ineludible. Quizá hasta la muerte, no siendo la muerte otra cosa que el quedarse en ese límite tan difícil de encuadrar, jamás presente en sí-misma, inexperimentable como tal. Entonces se trata de una aproximación que pesa sobre el método, sobre la forma de exposición tomada en pestámo por Derrida. La exposición se extiende y se recorta por toques prudentes conduciéndola regularmente a diferir. Siempre se experimenta la imposibilidad de franquear el umbral, de entrar en materia, de dejar advenir la verdad deslumbrante. Y esta diferencia,[5] no es solamente un concepto. Se ha vuelto un método, una exploración lenta de lo que difiere sin dejar de aproximarse, se retira inexorablemente frente a la investigación y el tocar el límite. La manera en que este límite se desborda en pintura es instructivo del avance filosófico hacia la verdad puesto que sabemos, después de Platón, que se trata de un sol al menos tan cegador como el de el Bosco, del que la obra conduce a una aproximación “inestética”, dejando afuera a la intuición humana.[6]

De Jérôme Bosch (el Bosco), de su desminador no podremos no ver el círculo que se desfasa abismándose y se reconstruye poco a poco hacia la salida del túnel como en el Dante de los círculos del infierno. Y desde su filosofía tan singular, Derrida (2005: 28) buscará delimitar un círculo del mismo tipo, círculo en el círculo, marco que abre acceso a lo verdadero que se produce en el momento de reflexionar los procedimientos del arte, de aproximarlos de manera ella misma circular.[7] Hay, en todo caso, instalaciones propiamente estéticas que Derrida interroga a partir del concepto de Darstellung abordado por Hegel y del cual el arte contemporáneo producirá la desfiguración. Si el arte es una Darstellung, es decir, una exposición o una “presentación” –como presentamos un objeto en la instalación de una vitrina– podemos preguntarnos con Hegel, en La estética, si el arte es la buena lucerna, una lámpara capaz de buscar una verdad decisiva, en sí-misma diferente del develamiento demasiado humano de la ciencia (Derrida 2005: 36).

Un espárrago expuesto por Manet, no tiene nada que ver con la forma de un conocimiento. No descubrimos ahí algo de más en cuanto al objeto y el espárrago no es abordado según ningún saber. Sería más bien un extraño sentimiento que nos expone a la nada, a una landa de arena, manto incoloro que da al espárrago un algo de poco consumible, sin hablar del lugar inclasificable, no reconocible en el que se destaca. El sentimiento experimentado nos pone frente al silencio de esa legumbre con la que no tiene nada que hacer ni pretender: algo distinto que no podría explotarse en el sentido habitual de un aprendizaje. “No queda casi nada: ni la cosa, ni su existencia, ni lo mío, ni el puro objeto ni el puro sujeto, sin interés en nada” (Derrida 2005: 56). Y sin embargo algo se encuentra dado bajo este aspecto tan neutro, un placer extraño, placer de lo extraño que no es sentido en ninguna experiencia, deudor más bien de lo inexperimentable, en la presentación de un lugar fuera de todo lugar. Frente a este extraño sentimiento nos ubicamos directamente en una cosa abandonada, sin uso ni interés. Va de un mirar “trabajando a restregar, hurgar, retirar, despejar” un espacio orientado de modo diferente al del conocimiento o la acción moral. El arte nos expone a cosas para las cuales no disponemos de ninguna expectativa, ningún saber, ningún poder, a “objetos” de los que no hay nada que reclamar ni esperar en esta inexperiencia. Conducidos a un borde, a un límite que empuja a Derrida a hacer salir a Kant de sus goznes, a reconducirlo hasta el marco de su propio discurso.

¿Cómo mantenerse en el borde, desbordar sin zozobrar? Tal es la pregunta que se plantea al marco; pregunta que fuerza a Derrida al desencuadre de Kant, al desmantelamiento de los aderezos, del parergon[8] tejido por la armadura de las tres Críticas a fin de bordear diferentemente “la incursión trascendental”. Del parergon, es muchas veces el asunto en la obra de Kant como un suplemento que se impone a su marco. La palabra significa aderezo, entremés, paraje limítrofe por el cual se accede a la fuerza que actúa sobre esta frontera y que se mantiene en reserva. Un extremo, una extremidad como para la proa de un navío en cuerpo de mujer, cuerpo envuelto frecuentemente en un velo o pañoleta: parergon del parergon que da a reflexionar, forzando la imaginación de Kant hacía la búsqueda de una regla, de una forma para esta experiencia extraña puesta bajo el signo del unicornio o del hipocampo. Y sucede igual para las esquinas del marco.

Su naturaleza de umbral hace del marco un borde que envuelve la obra. La aísla y la protege del muro blanco en el que reposa. Pero desde la obra, él da igualmente sobre el lado mural: “el marco parergonal se destaca sobre dos fondos (…). Respecto de la obra que puede servirle de fondo, se funde en el muro, después poco a poco, en el texto general. Respecto del fondo que es ese texto general, se funde en la obra que se destaca sobre el fondo general” (Derrida 2005: 71). El marco no es ni la obra ni el muro. Entre los dos, se hunde en un lugar fuera de lugar según el espesor de su margen. Tales objetos son frecuentes en el dominio de la arquitectura y los ejemplos de Kant abundan, pasan de las colonias a las formas humanas, a las entradas vegetalizadas, a los follajes de las tapicerías que cada vez parecen bordear lo bello con toda neutralidad e indiferencia.

Si todo es asunto de marco, un “marco está esencialmente construido y, por consiguiente, es frágil” (Derrida 2005: 84), de suerte que el entendimiento, frente a esta fragilidad, vela, reproduce un bastidor demasiado ilusorio bajo la presión de su hábito calculador. Aquí estamos puestos frente a “una dislocación repetida, un deterioro regulado, incontrolable, que hace que se resquebraje el marco en general, el abismo soslayado en sus ángulos y sus articulaciones, volviendo su límite interno un límite externo, teniendo en cuenta su espesor” (Derrida 2005: 84) con los efectos de visibilidad orientados de modo diferente, una recepción de los sentidos dispuesta de modo diferente. Retornemos entonces hacia esta abertura muy extraña, incalculable. Retornemos con Kant hacia la abertura finalmente muy poco humana que realiza el despliegue de un tulipán. No dejamos de sorprendernos de que se abra la flor. Se muestra totalmente determinada, completamente obstinada de parecer organizada con vistas a un fin. Pero esta perfección, esta belleza, abierta a algo tan sensato, resulta en realidad insensato, abriéndose para nada: “Todo parece finalizado, como para responder a un propósito […], y sin embargo a esta intención de una meta, le falta la finalidad” (Derrida 2005: 97). Otra manera de decir que esta determinación es, en realidad, indeterminada y que, frente a esta abertura orientada pero sin destino, experimentamos un sentimiento extraño, fascinante como frente a la belleza de un túnel infranqueable. Es esta la experiencia misma del afuera. He aquí que el placer experimentado no satisface nada de nuestras expectativas, demasiado otra, forzosamente llevada por una visión desinteresada, en la que el sentido se hurta. El placer en cuestión será incapaz de interesar nuestra disposición por comprender esta anarquía coronada. Se produce de manera insidiosa, frente a lo extraño, mostrando una ausencia de buqué, de cualquier conjunto donde la flor podría inscribirse, contarse como verdad eterna, trazada por una ley final.

Nada de fin, ni escapatoria. El pasaje que indica la apertura de los tulipanes no da sobre nada que sea perceptible en el orden de nuestros cálculos, de nuestra orientación o de nuestros destinos, ni según nuestras terminaciones nerviosas. La apertura aparece abandonada a sí misma, dispuesta al vacío donde se abre su corona. Los pétalos son como lenguas, flechas, líneas que no apuntan a nada que pueda ser determinable. Y sin embargo, la flor en punta, termina sobre lo abierto y nuestra imaginación no puede no perseguir esta línea, con el sentimiento de una perfección, de una organización impresionante pero sin duda inútil, gratuita. Un lujo de detalles y de flamas correlacionadas hacia un objetivo, tendidas hacia un punto preciso que, sin embargo, falta al final. Y lo que es bello, justamente, es el abandono del en sí, el corte visible de una apertura absoluta pero dando, sin embargo, sobre el vacío. Estaríamos entonces estrictamente en el caso de la naturaleza muerta, muerta al no fijarse más que con vistas a una nada. Instante del que la gravedad extrema no es para nada. Toda belleza se inscribe en esta última vanidad de una finalidad sin fin, como brotando sobre una tumba (Derrida 2005: 99). Y Derrida precisa que es el borde quien es bello, el borde deshilachado, tendiendo a romper hacía… la nada.

Lo bello en sí está dado por la imposibilidad de la flor de apuntar hacía una cosa en sí que estaría colocada más allá de su corona. Falta en el extremo del tallo, en el final del pistilo floral. Y, sobre esos confines, “la ciencia nada tiene que decir” (Derrida 2005: 102), siendo la belleza precisamente el lugar de un no-saber esencial, un vacío que no se llena de ninguna posibilidad de entrever un resultado. Lo bello lo es sin objeto, ni objetivo, ni objetivación. La totalidad organizada de la cresta de un tulipán, en razón de su perfección, estará finalmente desprovista de sentido, mostrando con una precisión desconcertante una finalidad sin fin. Ciertamente, una dirección determinada pero sin significación. Y seguramente hay sobre un borde de este género una experiencia crucial. Es sentida, quizá como una traza, la finalidad que falta: una experiencia de lo inexperimentable.

Se trataría, por el sesgo de lo bello, de una sensación dada según la estética de una organización por fuera, sin embargo, de cualquier estética, escapando a la confluencia de nuestras facultades sensibles, ya dilatadas hacia lo insensible y la vanidad de una naturaleza que estará muerta, vaciada de cualquier intención. Entonces “la estética trascendental” de Kant se encontrará puesta en vilo por una exposición curiosa, una presentación inestética de la cosa en sí, vacante, de la que nada finalmente será captado, nada distinto al trazo de su retiro, la huella de su ausencia. Y, de esta extraña tensión, nada podemos especular, nada podemos saber, nada que sea del orden de una geometría ni de una partición matematizable, salvo por una función fractal que será ella misma sin fin, diferida por la repetición infinita de su fragmento, sin origen ni término.

Hay, en el crecimiento del tulipán, una forma de libertad que ninguna interrogación causal podrá determinar puesto que la flor no adhiere a ninguna razón, a ninguna intención, no tiene una meta que la haría dependiente de un fin. Independencia y libertad son el correlato del que la cosa en sí falte, se indica en hueco según un corte de la corona que no sabría prescribir en la estética nada más que su forma fractal. Ninguna tesis o hipótesis podrían someterla a una ley de realidad cumplida, las flores no acogen nada en sus brazos, en su tallo ofrecidos, si no es la repetición de su borde, separado de cualquier fin. La libertad es una libertad cortando sus puentes, sin adherir a lo que sería la presión de “la cosa en sí” que nos impondría su contorno. La experiencia extraña que tenemos de la belleza pone en juego una independencia de la que ningún “realismo trascendental” sería capaz, por cuanto nos impondría las leyes dogmáticas de su gráfico, la cosa reducida a un modelo conexo a nuestra facultad de conocer y de sentir. Libre quiere entonces decir: “independiente de cualquier determinación, no dependiente de un concepto que determine la meta del objeto […] de lo que el objeto debe ser” (Derrida 2005: 105).

En ese sentido, el tulipán no es bello por pertenecer a una clase o a un buqué capaz de dar el género y determinar el uso decorativo, objetivable, sino porque abre el vértigo de una espiral sin fin. Y es este el sentimiento de la belleza, sentimiento que nos sitúa, por lo demás, frente a nuestra propia libertad, frente a eso que no remite más que a sí, en el instante de su exposición: “el tulipán no es bello en tanto que pertenece a una clase, respondiendo a tal concepto del verdadero tulipán […]. Esté tulipán, él sólo es bello, él, el tulipán del que hablo, del que digo aquí y ahora que es bello, frente a mí, único, bello en todo caso en su singularidad. La belleza siempre es bella una vez cada vez” (Derrida 2005: 106). El instante de su exposición no depende de otro, ni de en otra parte, pero se abre para nada, aquí, en esta indeterminación un artista puede hacerla visible, cuando encuentra esta extraña singularidad estrictamente encuadrada, encuadrada por ella misma, cortada sobre su borde, de un corte rojo y neto. Absoluta en ese sentido. Sobre la frontera de su corona, sólo se muestra a sí-misma, al borde del vacío, separada de su fin, ab-solue (ab-soluta), absuelta de cualquier función, de cualquier interés, de cualquier intención, inocente de estar ahí en un silencio sepulcral. Y, ¿hay un equivalente artístico de esta belleza libre, que no adhiere a ninguna intención, como sería por ejemplo el caso del espárrago de Manet? Pero Kant se rehúsa a cosificar lo bello en una singularidad determinable por la intuición y el tulipán no es interesante más que por el encuadre reflectante de sus filamentos, de su corona deshilachada. ¿En qué registro, sino en el de los marcos, Kant podría extraer las formas de las que la disposición no tienda hacia nada y se separe del todo? ¿Los marcos abren a algo que se expone de lejos, desde un boquete exterior o, al contrario, nos reconducen al grafiti de su límite, separado de todo?

El ejemplo, al menos extraño, al cual recurre Kant, hacía falta Derrida para señalar lo insólito del mismo. Se trata, en vez de tulipanes, de follajes de enmarcado, que pasan normalmente inadvertidos a los ojos de los lectores más intransigentes, reteniendo solamente los penetrantes conceptos de la Crítica del juicio. Y desde esos marcos igualmente insólitos, desde esos aderezos que trazan sus bordes ribeteados, no dejamos de insistir sobre los motivos, a veces delirantes, que se desarrollan ahí en pura anarquía. Y eso tanto más cuanto que ellos testimonian un exceso de dorados, un lujo de exuberancias comparadas con la talla real de la obra. ¿Qué es esta belleza bizarra? ¿No manifiesta todo el espesor de un blanco, de un intersticio que corta la abertura del cuadro a cualquier relación con el medio? De esos marcos, hay que hacer notar la extensión especial, el límite siempre desplazado, diferido sin retorno por las volutas bizantinas cuya amplitud es casi sublime. Se trata de un aumento del límite que los encuadramientos barrocos muestran en un esplendor vegetal inagotable, trenzado de hojas de acanto o de rizomas polimorfos de los que Deleuze descubrirá de otra manera la lógica. La lectura que Derrida le reserva a lo sublime es laberíntica. Practica la diferance, el “diferimiento” según una réplica, una bifurcación que constituye casi un desencuadramiento de la estética, de la sensación humana convertida en sensación colosal, sensación descentrada, exorbitante cara-a-cara del cuerpo natural, tocado por la gracia de un desbordamiento que escapa a los fines del hombre, a la manera como se dispone en el mundo.

Los dispositivos del marco conocen entonces extrañas historias en su montaje como se ve con los trípticos, hechos de postigos que se cierran, se recubren, se integran uno en el otro siguiendo empalmes que no podemos formular de manera estrictamente estética. La asociación de nuestras facultades que se encuentra prescrita en nuestros sentidos en su colaboración natural se encuentra laminada por esta exposición desencuadrada. En lugar de encadenarse siguiendo las reglas de la sucesión o de la contigüidad que organizan el arreglo de los elementos del espacio, el arte produce marcos sorprendentes que exceden finalmente lo que estamos en poder de comprender, de cercar en la unidad de una aprehensión y de una apercepción. Como si el juego de los marcos nos diera la libertad de apercibir las formas mostrando un engaste de bordes descosidos, una presentación de figuras difíciles de mantener en una intuición regulada por un concepto. Razón por la cual, sin duda, lo bello permanecía a los ojos de Kant como una forma de placer sin verdadero principio de encadenamiento o de explicación (sin concepto, dice). Y, en el caso de lo sublime, las presentaciones del arte se muestran más excesivas aún. El desbordamiento de la aprehensión unitaria que buscaría la exposición de lo bello cede frente a una exposición desregulada provocando precisamente ese sentimiento particular que Kant, a diferencia de lo bello, llamará lo “sublime”. Así va, en primer lugar, del “coloso” tal como Derrida referencia los desbordamientos al margen de la Crítica del juicio.

El coloso le interesa a Derrida en el sentido en que la escultura, como la pintura, crea variantes inquietantes. Curiosa presencia en el cuadro de objetos que los desbordan y que se llaman colosos. Diríamos que su exposición, como en Goya, conduce a la implosión del marco, formas excesivas reinscritas penosamente en las bellas formas mesuradas de la estética, introducen una desmesura en la métrica de las Bellas artes, haciendo romper las redes de la intuición. Se hace visible un combate, una tensión entre la fuerza del afuera y la percepción; tensión en la cual nacen las sensaciones extremas como para pervertir la geometría decidiendo los contornos. Los encadenamientos serán desviados por una transgresión que manifiesta lo colosal. El coloso hace romper todas las redes métricas. Por su desmesura, vuelve tangible la desproporción provocando, en la sensación, la impresión de lo sublime: “lo sublime, […] no hace más que desbordar. Excede la talla y la buena medida, no está proporcionado al hombre ni a sus determinaciones” (Derrida 2005: 139). He aquí que somos llevados al límite, sobre el umbral de la estética, velando por la belleza armoniosa de las formas. La estética, en tanto que confección humana del espacio y del tiempo, se deja desflorar como sí, por lo sublime, el arte hiciera la experiencia de lo inexperimentable, envolviendo la sensación sobre un exceso. Hay ahí como un resbalón, un franqueamiento para reventar el tímpano que nos mantenía en las determinaciones y los fines regulando al hombre sobre las formas a prori de la intuición. Del lado de lo sublime, somos reconducidos a la frontera de la estética trascendental midiendo nuestra manera de apercibir, de recibir lo diverso de las sensaciones en las formas espacio-temporales definidas.

Lo colosal es precisamente esta impresión particular que produce el sentimiento de que nuestras facultades no convienen frente a lo incongruente y lo inaceptable. Algo en el coloso desfallece en la captura que acondiciona la recepción como si, frente a esta extremidad, uno se encontraría fuera de obra, con la imposibilidad de definir, de encontrar el término, el fin, la finalización de lo que se ex-pone. Diríamos entonces un suplemento, una excrecencia no controlada. Es eminentemente el caso del Cristo de Mathias Grünewald en el retablo de Issenheim cuando la punta de la cruz desborda la geometría del marco y exige que el artista practique una salida, un añadido suplementario sobre el borde superior. Estamos ahí en presencia de una verdadera salida que desencuadra el sistema con una dimensión sublime, en el momento en que Cristo expira, expirando en un espacio exterior a cualquier experiencia, espacio por así decirlo “demasiado grande para toda presentación” (Kant, en Derrida 2005: 143). Se expira en una sensación que se muestra demasiado grande. Por esta razón, será esencialmente inestética, por no decir monstruosa, por lo menos colosal, casi impresentable. La aprehensión, la prehensión sublime conduce toda percepción a su límite de exposición. Lo “sublime” presenta, en la experiencia humana, un caso de inadecuación, una abertura inhumana, un modo de presentación que excede el uso de nuestras facultades tal como se encuentran organizadas por las categorías del entendimiento, al punto de que el arte no puede sentir, en el sentido habitual, el entendimiento y la comprensión. Diríamos que la intuición humana se encuentra “expirante”, alterada por la presencia de un objeto sin forma, bordeando lo informe. Esto podría atañer casi a una especie de “cosa en sí”, pero solamente “casi” en cuanto es demasiado grande para cualquiera y que su límite nos desborda en una explosión perturbadora. Esta presenta “inadecuadamente lo infinito en lo finito” (Derrida 2005: 151). La inadecuación de la intuición y de la cosa es inevitable. Convoca un trabajo de exposición que constituye la violencia del arte destruyendo el dispositivo de la estética humana, abriéndose así a la apertura de un espíritu perdido en las errancias espectrales y sin redes.

Referencias

Derrida, Jacques

1967     L’écriture et la difference. Paris: Éditions du Seuil.

1972     Marges de la philosophie. Paris: Les Éditions de Minuit.

1985     “Préjugés–Devant la loi”. En: La faculté de juger. Paris: Les Éditions de Minuit.

2000     Le toucher. París: Galilée.

2005     La verité en peinture. Paris: Flammarion.


[1] Sin duda es eso lo que motiva el libro de Derrida sobre Jean-Luc Nancy (2000). Un conjunto de tangentes que constituyen una nueva aproximación a la sensibilidad o aún una especie de Tratado del alma contemporánea abierto de otra manera.

[2] Aquí es de mucho interés el análisis de Derrida llamado “Préjugés–Devant la loi”, texto consagrado a Lyotard (1985).

[3] Marges de la philosophie en particular el capítulo sobre “Les fins de l’homme”. Pero sobre una economía que se juega en el límite de la deconstrucción ver igualmente “De l’économie restreinte à l’économie générale” (1967: 369), esbozo de un sueño en la forma de la razón misma en la que se dibujan otras monstraciones, otros monstruos, en el desgarrón absoluto de la soberanía, de su lenta destrucción.

[4] N. del T.: ¿qué es esto?

[5] N. del T.: diferencia/Diferancia: Différance es un neologismo homofónico a partir de la palabra francesa différence (diferencia) propuesto por Jacques Derrida. Se refiere al hecho de que algo (cosa) no se puede simbolizar porque desborda la representación.

[6] “No hay lugar para una estética del hombre (…). El se realiza a así mismo, en su propia estética, prohíbe la estética humana pura (…) tal es también el juego de la revolución copernicana” (Derrida 1967: 128).

[7] N. del T.: en español, La verdad en pintura. Buenos Aires: Paidós. Traducción de María Cecilia González y Dardo Scavino. Las citas correspondientes a este texto las hemos traducido confrontando esta versión.

[8] N. del T.: aditamento a una cosa, que le sirve de ornamento.