Identidad en performance. La transculturalidad en Jacques Poulain
Sabemos que la identidad no es sólo un asunto del que se ocupa la lógica formal, también es un proceso vital y lo vital no es necesariamente lógico. Hablaré, entonces, de una identidad de carácter vital, es decir, esa que concierne a cada individuo en su fuero más profundo, porque vinculándolo consigo mismo lo integra necesariamente con todo lo demás o, dicho de otra manera, lo integra a lo otro como en rigor debería decirse cuando se habla, tanto del prójimo como de lo que solemos considerar contingente bajo la figura de “cosa”. Ahora bien, consideramos que lo otro ha de entenderse como una postura ante lo diferente que nos integra a nosotros mismos, a los otros y al mundo. Es esta la razón por la que, afirmar lo otro, es reconocer un mundo como mundo humano.
La identidad como integración, no parece ser nada distinto a lo que promulgan hoy las políticas de Estado, más aún cuando se tiene la ilusión de que todo fluye y adquiere coherencia en el trasfondo unitario de la mundialización de la economía, la universalización de los derechos y la globalización de las comunicaciones; todas estas son dinámicas que se han regularizado en un consenso general, estableciéndose en el imaginario colectivo como formas de vida necesarias para llevar a cabo el mejor de los mundos posibles. Se trata de una globalización de la cultura, asistida por prácticas y promovida por valores que logran filtrarse en cada uno de los intersticios del quehacer cotidiano, las cuales, se prestan como evidencia última cuando, por ejemplo, nos asalta la incertidumbre respecto a la posibilidad o no, de ver realizado el sueño del encuentro e incluso de la integración pacífica de los seres humanos en la diferencia.
Las lógicas de consumo e intercambio de mercancías, bienes y servicios; la invocación continua a la legalidad y formalidad de los procesos sociales, políticos e incluso culturales; así como la comunicabilidad sin límite y sin fronteras que encarnan las llamadas redes sociales y demás medios de comunicación, parecen liberarnos de la presión a la que someten las exigencias que, por doquier, buscan regular y hacer funcional la pluralidad social, cultural y política. En este escenario, la identidad es caracterizada como un discurso expansivo y contaminante que hace parte de la agenda mundial a todo nivel, apareciendo como motivo aquí y allá con tal intensidad y vehemencia, que se hace apenas comprensible que dicho discurso se encuentre en las dos caras de una misma moneda, es decir, por un lado como columna vertebral de las guerras y disputas que tienen el factor identitario como desencadenante (me refiero a las confrontaciones étnicas, religiosas, geopolíticas, de género, etc.) y por el otro, presentándose como vía de las posibles soluciones a la desarticulación política, cultural y estética que se asume amenaza con la atomización de las culturas y el vínculo solidario de las sociedades. Subrayemos la paradoja que estas dinámicas encierran, sirviéndonos de un verso de Hölderlin que dice “Allí donde crece el peligro, crece también lo que nos salva” fórmula que nos parece contundente y llena de esperanza; no obstante, si seguimos la dialéctica de su contemporáneo Hegel nos vemos autorizados a comprender por otra parte que “Ahí donde nace la salvación, nace también un nuevo peligro”. No cabe duda de que nos encontramos frente a una realidad compleja y llena de contradicciones, en la cual en todo momento nos asaltan dificultades que requieren soluciones, o al menos orientaciones respecto a un mundo que se desdobla en su realidad y que en su propio juego, parece sumirnos de manera irremediable en la ambivalencia, el relativismo y las contradicciones. Se dibujan por tanto, entre las paradojas y las contradicciones, los rasgos de una tarea antropológica.
Una caracterización general, nos muestra el fenómeno de integración identitaria como un sistema de clasificaciones que impone a cada individuo tomar partido, a fin de configurar su singularidad en el modo de integrarse a y en la manera de hacer parte de. Es así que nos encontramos inmersos en un juego de relaciones y tensiones que, como anotaba antes, resultan ambivalentes, pues se generan en un sistema de violencia frontal escudada en la figura del reacomodamiento social y cultural, sin poder llegar a feliz término porque, simplemente, agregarse o sumarse a es al mismo tiempo diferenciarse de e incluso oponerse a. A partir de estas ideas, podemos inferir que la identidad no es en sí misma algo dado, ni un dispositivo de resolución infalible, sino que, por el contrario, configura una dimensión problemática que nos motiva a considerarla una vez más, para intentar saber si hay en ello un camino que nos permita la comprensión de algo realmente importante, que no sea necesariamente ‑y en esto estaremos seguramente de acuerdo‑, encontrar la fórmula metafísica, natural o pragmática, para justificar e instalar a un individuo o un grupo de individuos en un nicho diferencial y exclusivo respecto al resto de la humanidad.
En el espacio político de una pluralidad declarada, el enunciado de la diferencia y la diversidad se ha convertido en un motivo más para reafirmar la desigualdad, la discriminación y, en esa vía, la violencia en todos los niveles; lo que no es menos cierto, incluso si pensamos con optimismo, que las cosas podrían estar peor sin el consenso que instituye el derecho a la diferencia y la igualdad. Se hace manifiesto en las prácticas cotidianas que, el recurrente llamado al reconocimiento del otro en su diferencia, sigue estando precedido de una incuestionable necesidad de ordenar y clasificar todo lo que parezca estar fuera de la norma, restringiendo la otredad a una supuesta mismidad o naturalización que debe incorporarse armónicamente a lo deseable u ocupar su lugar en el exotismo estetizado de lo diverso. Esta óptica que persiste en la organización y recomposición identitaria de los individuos, hoy como antaño, sigue dando lugar a prácticas aberrantes como lo fueron los zoos humanos o parques que tuvieron lugar en las grandes ciudades de Europa hasta 1950, como nos lo recuerda Peter Sloterdijk con el título de su muy conocido texto Normas para el parque humano (2006). En este libro, además de otros álgidos temas, el autor hace énfasis en el ejercicio clasificador y normativo por el cual se ha caracterizado la tradición humanista del pensamiento filosófico y científico, haciendo manifiesta su vocación adiestradora cuando al hombre se refiere.
La pluralidad normativa introduce al otro en una estructura funcional, busca restaurar en y desde cada una de sus partes, el supuesto precepto “natural” por el que las cosas deben ser como deben ser, obligando por principio a sustraer del curso antinatural aquellas que por su defecto se han apartado. Vista así, la pluralidad se presenta como un torrente de singularidades en pugna, buscando regularizarse en un escenario de tensiones para eludir la amenaza de la invisibilidad. En un mundo modelado desde el ocularcentrismo,[1] la vida se patentiza como una gran pantalla de exhibición, donde no hacerse visible significa no ser, es decir, no ser nadie, no ser nada. Hacerse visible, si bien pareciera no ser más que una figura retórica del lenguaje para referir la ruptura con la subalternidad o la marginación saliendo del ocultamiento, expresa ciertamente una forma más de los extravíos del pensamiento que, enraizado en una tradición que sobrevalora la imagen, ha trocado lo objetivo y la verdad de toda experiencia que se hace lenguaje, por la certeza que parece entregar de manera exclusiva el mundo de lo visual.
En el enjambre de la pluralidad, el arraigado discurso de las diferencias ha mostrado una eficacia demoledora, que no se ha restringido a la determinación y delimitación de lo otro bajo la forma de las representaciones producto de un estado psíquico, ni tampoco a una figura del pensamiento desdoblado en el acto reflexivo, sino que lo ha hecho presente de manera pragmática como “cosa disponible” (lo otro) y en ese orden, como lo cognoscible, lo previsible y lo adiestrable. Presenciamos de este modo, uno más de los momentos de la representación antropológica, que han tenido lugar en la historia de la humanidad, replicando las estrategias de distinción y diferenciación que evidencian claramente el desencuentro identitario del hombre consigo mismo, es decir, el extravío que ocasiona la neutralización de toda posibilidad de auto-apropiación. Esto quiere decir, la renuncia a la condición objetiva y productiva de sí mismo, en la medida en que el individuo no puede sino desembocar en la ilusión de una exterioridad trascendente, en el hombre ideal, en ese no-yo que se vuelve aspiración, pero también referente en relación con el cual adquiere lugar y sentido lo anómalo, el loco, el monstruo.
La historia de la humanidad no deja de rendir testimonio de los terceros sagrados que el hombre ha instalado por encima de sí mismo, para garantizarse su autorregulación y, a través de ellos, el reconocimiento y afirmación de su propia objetividad y dignidad. El hombre ha construido sobre ese supuesto trasfondo sustancial, como lo hemos dicho, la ilusión funcional y, por eso mismo necesaria, de una experiencia total de sí mismo en el todo de una humanidad, la cual, no puede estar sino en continuo proceso de ascenso como lo expresa en general la idea de civilización, apoyada en los pilares de la ciencia y la tecnología. Pero ¿qué significa esto? Significa tanto la renuncia a la experiencia vital de sí, del otro y del mundo, como la consecuente renuncia a la afirmación identitaria, objetiva y verdadera que le corresponde a cada individuo respecto a eso que piensa, desea y hace. Para decirlo en otras palabras, significa renunciar a la autonomía, neutralizando toda fuerza emancipadora que le es inherente.
Ya citábamos hace un momento a Sloterdijk, quien muestra como elemento determinante del pensamiento occidental, su tránsito por las formas de una otredad que se ampara, por ejemplo, en la figura de la animalidad como aparato de sometimiento del hombre por el hombre, haciendo surgir de entre las sombras de la naturaleza al hombre-bestia, al bárbaro, al bruto, al ignorante; manteniendo la identidad y la diferencia en un juego binario en el que, desde la antigüedad, se ha instalado la visión antropológica que el hombre tiene de sí mismo. Nos lo recuerda también en toda su intensidad, el conocido helenista Jean Pierre Vernant, quien refiere que para los griegos el núcleo de su identidad consistía en una oposición a los bárbaros, puesto que su construcción identitaria tenía lugar a partir de la distancia y diferencia con lo no-griego, lo no-masculino, lo no-adulto, lo no-civilizado. Vernant muestra también que los griegos podían llevar esta serie de alteridades a límites extremos, incluso oponiendo a todas ellas lo que llamara “lo otro absoluto”. Dionisos, por ejemplo, que es la figura del otro entre los dioses, y el otro para los hombres, es la divinidad que cultiva la locura y la armonía; derribando las fronteras es, al mismo tiempo, bestialidad y estado de comunión perfecta. Pero también está la alteridad total, aquello que es otro, no el hombre “otro” o las formas otras de la humanidad, sino “lo otro que el hombre”, el caos. Para Vernant ese otro no son los dioses sino la muerte: “La Gorgona, la cabeza de Gorgona, la monstruosidad, eso que es indecible, impensable e irrepresentable, aquello a lo que uno no puede de ninguna manera asimilarse” (en, Cotinant y Giraud 2001).
Esta breve pero sugestiva referencia a la alteridad griega, nos muestra, como lo señala Vernant, una forma de la identidad y de la alteridad puestas en crisis, en la figura de Dionisos, ese dios extraño y extranjero que suprime fronteras entre dioses, hombres y animales, ese dios que nos hace extraños a nosotros mismos, extraños en nuestra propia vida, un dios que perturba la idea de nosotros mismos y por lo cual, dice Vernant no tiene lugar en la ciudad de la sophrosyne (esto es, en la ciudad del equilibrio, de la sensatez, de la mesura, de la templanza) “esta ciudad no le hace un lugar, no lo reconoce como dios de la ciudad, […entonces hay que decir pensando en nuestro contexto…] que ese universo de la estabilidad, de la identidad de lo mismo, al rechazar la integración del otro, deviene él mismo monstruoso, el símbolo de una alteridad y de una inhumanidad total”.[2]
De la misma manera que la exclusión sistemática es un fenómeno repudiable que no deja de operar a muchos niveles, la integración consensuada de la globalización cumple también su tarea reguladora buscando neutralizar la fuerza crítica de la diversidad que dice “no” a la homogeneización e injusticia cultural, política y económica. Los mecanismos de la pluralidad ordenadora, sabemos bien, someten continuamente a los individuos a dirimir su pertenencia a intereses mayoritarios o minoritarios, neutralizando el principio identitario que constituye a cada quien, y que lo vincula al otro, incluso en su diferencia. Permanecer anclados en función de la adhesión y la inclusión, haciendo de lo otro general, el motivo anticipado de la experiencia total y posible del mundo, impide a cada individuo la toma de posesión de sí, y la toma de posición ante eso que piensa, siente y hace. Ha sido el filósofo francés Jacques Poulain quien, considerando la antropología del lenguaje desarrollada por Arnold Gehlen, ha logrado plantear un nuevo giro copernicano a nivel de la acción y del deseo, revolución teórica análoga a la que Kant proclamó a nivel del conocimiento. Dice Poulain (2001): “Cada quien y cada pueblo, debe poder reconocer que, por el hecho de hablar, es decir, ser un ser de lenguaje, se instituye a sí mismo e instituye al otro privado o colectivo, en juez del juicio que está en capacidad de expresar sobre lo que conoce, sobre lo que considera debe hacer o motivar a hacer y sobre lo que juzga debe desear”. Es Para Poulain fundamental e imperativo, que cada individuo y cada pueblo pueda hacer que se le reconozca este derecho, mostrando que en esta capacidad de autodeterminación, es posible establecer la objetividad ética y política que le concierne, otorgándole efectivamente el derecho a disponer de sí mismo y entrar en relación equivalente con los otros, al estar en capacidad de juzgar sobre las condiciones comunes y efectivas de existencia, las cuales, por esto mismo, le permiten reconocer en los sujetos de otras culturas, el derecho que tienen de juzgar eso que ellos son, independientemente de si su juicio respecto a sí mismos o respecto a los otros, satisface o no sus propias exigencias teóricas de carácter positivo o negativo. Este libre ejercicio de la autonomía, que es autonomía y libertad de juicio que concierne a los individuos y a los pueblos de determinarse en función de una tal objetividad, es lo que permitiría según Poulain a los individuos curarse de la locura política producto de la usurpación del juicio que constituye a cada quien, y que ha sido entregado al monopolio del otro.
A este propósito hay que señalar nuevamente el extravío que aleja al hombre de la posibilidad de ejercer sobre sí la autonomía de su propio juicio, porque se trata precisamente de autonomía cuando hablamos de identidad y de alteridad. Pensar entonces la identidad nos mueve necesariamente al reconocimiento y apropiación de nosotros mismos por el pensamiento que somos, por el deseo que nos mueve y por las acciones que nos integran al mundo. No se trata por lo tanto, de buscar(nos) fuera de nuestro juicio autónomo, es decir, en la experiencia gratificante prometida por la infalibilidad de la ciencia y el consenso social, político y cultural que juzgan anticipadamente la experimentación total y feliz del mundo y de la humanidad, creyendo así realizar el mejor de los mundos posibles.
Rendir la propia vida a la experiencia de hacerse visible a los ojos de los demás, fundiéndose en el otro colectivo mayoritario o minoritario, es como lo expresa Nietzsche en una frase, que tomo prestada con el fin de señalar con fuerza el extravío que neutraliza la experiencia propia, esa experiencia que nos permite explorar y reencontrar la identidad tan profunda como vital y mundana que nos descubrió integrados con el mundo. Dice Nietzsche en Zaratustra: “Vosotros os apretujáis alrededor del prójimo y tenéis hermosas palabras para expresar ese vuestro apretujaros. Pero yo os digo: vuestro amor al prójimo es vuestro mal amor a vosotros mismos” (2003:102).
Los parámetros que se imponen en las dinámicas cotidianas, nos sugieren que se trata de alinderarse para integrarse a una lógica en la que la identidad es un deber ser propio de lo colectivo social, cultural y político, que tiene como resultado la neutralización de toda búsqueda por el ejercicio de elección.
El dispositivo político de la diversidad cultural quiere mostrarse como oposición crítica a las formas amalgamadoras y homogeneizantes de la globalización. Así, lo que puede parecer tan sólo una negociación política, en la que es necesario consensuar el mejor de los mundos posibles, es decir, un mundo paradisíaco donde cada quien por derecho propio pueda alinderarse en su nicho con los suyos y recabar contra todo lo otro la sustancialidad y pureza de su origen, la trascendentalidad de los principios heredados, la infalibilidad de las leyes naturales que le rigen, la primogenitura milenaria, etc., resulta siendo más bien la elusión del principio vital que corresponde a cada individuo y que reside en su libertad de juicio. No se trata de invocar a una suerte de introspección solipsista, sino a la recuperación del principio dialógico que corresponde al pensamiento y que es el principio mismo del lenguaje, pues, como lo refiere Platon, “el pensamiento es el diálogo del alma consigo misma”.
La antropología contemporánea del lenguaje, nos recuerda Poulain, ha transformado rotundamente los referentes de la estética puesto que, rastreando la dinámica de la comunicación que se encuentra en la base de toda experiencia, demuestra que el ser deficitario que es el hombre, visto desde su constitución biológica, ha debido para poder vivir fijarse al lenguaje, haciendo hablar al mundo y obteniendo de él, las respuestas gratificantes que le permitan estabilizar el cúmulo rapsódico de percepciones que recibe tan pronto nace del entorno circundante, sin que para ello la naturaleza lo haya dotado como al animal, de sistemas intra y extraespecíficos para responder de manera suficiente a su sobrevivencia. Este diálogo constante y continuo, hace de la dinámica comunicacional del hombre consigo mismo, con lo otro y con el mundo, la fuente de toda creatividad imaginante, no sólo del arte y los artistas, sino en el uso mismo de la sensibilidad ya que este movimiento creador por el que hacemos hablar el mundo, es el procedimiento del uso originario del lenguaje.
Estos enunciados estéticos formulados por Poulain desde una orientación antropobiológica, permiten concebir esta construcción perceptiva del mundo, como siendo la primera mundialización, la
cultura originaria que inspira las diversas culturas a través de los diversos espacios geográficos e históricos. Es la búsqueda infinita de un mundo que corresponde a nuestras expectativas, respondiéndonos de manera favorable como en su momento cada individuo llegado al mundo, por la voz o el sonido, las vibraciones de su piel y sus huesos, experimentó recibir del mundo una respuesta placentera, a la manera en que se recibe la voz de la madre.
La filosofía ha sido desde sus orígenes el síntoma más evidente de la enfermedad propiamente humana. El pensamiento como enfermedad en razón de su carácter crónico, arranca al hombre de la naturaleza, estimulando la locura de su propia desregulación y de su propia desfuncionalización. Sin embargo, es por la actividad pensante y en razón de su estructura comunicacional que el hombre puede entrar en relación con el mundo que le escapa, arrastrándolo consigo en su huida. El pensamiento, esta enfermedad que nos asalta irremediablemente, es la única posibilidad para el reencuentro saludable y feliz con nosotros mismos. El hombre debe enfrentar sus dificultades por medio de la acción propia al pensar, reconociendo por su ejercicio, la conmoción que combate el reposo, el confort y las convenciones que lo cercan en una experimentación en bucle de simulacros. Es sólo por esta vía de la apropiación de su capacidad de juicio, que el hombre puede poner en cuestión el consenso social que desde siempre se ha anticipado a sus deseos, a sus acciones y a sus pensamientos, desviándolo del encuentro consigo mismo.
Las fórmulas totalizadoras de la ciencia, los acuerdos por consenso en la vida política y la regulación de lo deseable por los dispositivos sociales y culturales, prometen experiencias gratificantes que alejan al hombre de toda posibilidad de plantearse la pregunta por su singularidad y autonomía. A lo largo de la historia del conocimiento en Occidente, podemos constatar los distintos procesos de eliminación, de ocultamiento, de invisibilización, disminución y neutralización a las que ha sido sometida la complejidad constitutiva del hombre, y más aún, la disminución de hecho de su presencia viviente de cuerpo que actúa, que desea, que conoce.
Esta estética que se ocupa del hombre en cuanto que ser que produce su vida como modo de ser, considera el arte como un ejercicio continuo de confrontación e interpelación con el mundo, como un ejercicio de recuperación y de afirmación de sí mismo frente a los ideales absolutos de la moral, de la política, de la ciencia e incluso, frente a los ideales de perfeccionamiento cognitivo de lo sensible y de corrección de la acción. La dinámica comunicacional y creativa no es exclusiva del arte, se encuentra en el continuum de la existencia; basta con fijar la atención en las experiencias de las culturas incluso las más alejadas del mundo de la producción artística “especializada”, para entender el sentido que comporta la producción estética como un trabajo sobre sí que resiste a las fuerzas que arrancan a los hombres del encuentro productivo consigo mismos.
Volver sobre sí como movimiento identitario y de auto apropiación, no es como bien lo dice Arnold Gehlen una facultad a priori, es más bien un movimiento constitutivo del trayecto antropológico, un movimiento comunicacional que está en la base de toda experiencia que hace que el hombre sea lo que él es. Replantear el concepto de reflexión se impone como una tarea antropo-filosófica para rescatar de su condición de movimiento animado por fuerzas extranjeras al hombre, provenientes de un poder que lo sobrepasa. Atrapado en esta ilusión, el hombre no puede sino disfrutar del placer narcisista de identificarse al interior de su movimiento introspectivo con la divinidad, de la cual cree participar y por lo cual cree estar en posesión de la medida correcta, para juzgar y determinar anticipadamente las relaciones consigo mismo, las relaciones con los otros y con el mundo. La consecuencia, producto de esta fe en la reflexión, como el don que pareciera dar prueba de humanidad, ha sido justamente la renuncia a la comprensión de sí mismo. Esta idea de una naturaleza que se dirige y apropia de sí misma, la antropología pragmática de la percepción la plantea como proceso comunicacional de implicaciones orgánicas y alcance vital, que disuelve el tiempo sin tiempo del pensamiento, poniendo fin al innatismo, al igual que a la felicidad de la conciencia, entendida esta como milagro de la autorevelación , se supone, marca el ingreso a la madurez, la entrada a la vida. Son todos estos un conjunto de prejuicios que continúan aún hoy, motivando especulaciones metafísicas y especulaciones psicologisistas que, en su esmerado esfuerzo de acercar el milagro del hombre, dejan escapar el hombre viviente.
Tenemos que decir, que el hombre es por tanto el resultado de su propia actividad, afirmación que no pretende estetizar esta acción, otorgándole al ser humano la calidad de demiurgo con el poder de actuar directamente sobre sí mismo, modelando de una vez por todas su vida a su antojo. Por el contrario, se trata de orientar la pregunta sobre su propia destinación, poniéndose en juego enteramente, sin pausa y sin garantías previas, excepto la de su sensibilidad ante las exigencias de su condición riesgosa como ser carencial que, contra todos los pronósticos, debe lograr mantenerse vivo. Esta sensibilidad ante lo que le es vital, ha de permitirle igualmente tomar conciencia de la imposibilidad de reconocerse en la injusticia y en los condicionamientos que falsifican su vida.
El desafío que debe enfrentar una óptica antropobiológica como aquí se ha bosquejado de manera muy general, es la de hacer comprensible las condiciones por las cuales, el hombre ha devenido un ser de lenguaje, que tiene en los símbolos no solo un medio de expresión del saber sino la condición misma de su posibilidad en tanto hombre. Este descubrimiento ha puesto al descubierto el proceso progresivo y sistemático por el cual la relación que sostiene el vínculo entre el organismo y el lenguaje ha sido silenciado por el dualismo cartesiano, en el mundo contemporáneo dominado por la mecanización y la pragmática behaviorista que reduce al hombre, como lo hemos dicho antes, a no ser más que un ser disponible, esto es, conducido a experimentarse a sí mismo y a los otros en y por las formas consensuadas que anticiparían su bienestar. Al eliminar lo que habla en toda palabra, es decir, el juicio de verdad y de objetividad que la avivan, sustituyéndola por el imperativo propio del desarrollo de las democracias económicas, a saber, la maximización de la satisfacción de los deseos aplicando el menor de los esfuerzos posibles, afirma Poulain:
se produce un autismo colectivo mortal, en razón de las consecuencias de autodestrucción que trae para la vida mental y la vida social estas tentativas de regulación de los deseos, a partir de consensos inciertos y transitorios, que dan lugar a rituales que buscan controlar descargas reiteradas de energía psíquica y social, pero incapaces de orientar la acción, porque insensibilizan a los individuos y los grupos frente a los propósitos de la vida económica común, al igual que frente al sufrimiento e injusticias a que da lugar.
La crisis de racionalidad, de legitimación y de motivación, agrega este pensador, “propagan un espacio social apraxico donde las fuerzas psicosociales que tienen lugar, sólo pueden satisfacer las necesidades humanas intra-específicas alimenticias, sexuales, agresivas o defensivas”. Podemos constatar que la urgencia incondicional de satisfacción que imponen estas necesidades, al presentarse como naturales y por tanto incuestionables, les permiten invadir todos los canales culturales de regulación de la vida.
El mundo capitalista y su aparato político y económico preservan su fuerza dinámica gracias a la exacerbación continua de comportamientos primitivos, produciendo una alienación de la acción que, como se ha insistido, neutraliza el juicio. La acción es aquí uso e intercambio, actividades todas ellas encerradas en sí mismas como acciones cumplidas y suficientes que provocan la ilusión de un acuerdo a tal punto que el individuo se entrega a la condición de objeto encadenado al ritmo, a la temporalidad y a la validez propias de la sociedad de consumo, al uso y circulación de bienes tanto materiales como virtuales establecidos por el mercado y el consenso ciego del consumo, por ejemplo en la interacción por medio de perfiles y avatares en la red, la compra de objetos de obsolescencia programada, modificaciones corporales ofertadas por la cirugía estética, la adquisición de gadgets electrónicos utilitarios, la personalización de objetos de consumo, etc. Prácticas todas que se han vuelto posibles por la transformación de las relaciones del hombre consigo mismo, con el otro y con el mundo, persiguiendo la experimentación total del mundo. Por esta ruta el hombre ha roto todos los vínculos de identificación mutua con sus interlocutores, vínculos que son la substancia de la vida humana y de las instituciones.
Para hacer frente a este devenir mórbido, creemos necesario proponer una estética en clave antropológica, entendida como ejercicio laborioso de orientación en la vida que nadie puede delegar en quien quiera que sea, y que tiene como principio regulador, la producción continua y armónica de un juicio colectivo realizado en común, lo que significa que cada individuo, debe tomar a su cargo el juicio respecto a aquello que hace la vida posible. Orientarse significa también poder reconocer que somos herederos de una injusticia filosófica, resultante de las promesas de felicidad y bienestar incumplidas, lo que ha hecho que el hombre se sienta continuamente amenazado y vulnerable a la locura que trae consigo la irracionalidad que cree encarna su propio deseo, obligándolo a tomarse por el enemigo de sí mismo. El hombre vive la neutralización de la actividad estética que desde un comienzo ha hecho posible, objetivo y verdadero su auto-reconocimiento y la autonomía del juicio que le ha permitido seleccionar las formas de vida que puede juzgar como necesarias a sus expectativas. Hoy el hombre de la mundialización económica, parece disfrutar de un estado de realización ya alcanzado o por alcanzar, teniendo por horizonte la vida civilizada, pero la verdad es que parece encerrado en las ilusiones que promueve la ciencia y la política que pretenden introducirlo en una experiencia definitiva del mundo a través de acciones totalizadoras, que no son más que un tejido compuesto de actividades reiterativas en relación con objetos recurrentes que componen un cuadro estetizado del mundo, en donde el hombre imagina experimentar su voluntad de potencia, por el hecho de interpretar “la vida social y la vida mental como procesos de control por parte de la inteligencia, de todos sus deseos e intereses”.
Hay que decir, sin embargo, que esta enfermedad colectiva, no destruye la dinámica verbal y creadora de la imaginación que es inherente al lenguaje, lo que permite entender que es posible encontrar intacta la dinámica creativa interna que es propia a las culturas donde se resguardan los individuos, tomando justamente distancia de la injusticia que impone la experimentación económica del mundo y de los seres humanos. La dinámica de la comunicación es transcultural, porque mueve y atraviesa toda cultura, poniendo en relación dialógica a los individuos consigo mismos, con el mundo y con los otros, es una experiencia que anima las percepciones, las acciones y la satisfacción de deseos; es la fuerza vital de la humanidad que la anima sin cesar en la búsqueda creativa de transformarnos y transformar el mundo, a fin de producir de manera incondicional el bienestar que buscamos.
El arte es el que nos permite entender como posible el reencuentro con esta presencia incondicional del diálogo creativo con nosotros mismos, con el mundo y con los otros, en la medida en que logramos respuestas gratificantes y favorables en las cuales nos reconocemos, con las cuales nos identificamos. Por esta razón, afirma Poulain que la construcción perceptiva del mundo, constituye la primera mundialización, esto es, la cultura originaria que inspira a las diversas culturas a través de sus diversos espacios geográficos e históricos. Veamos una cita a este respecto:
La experiencia del arte, encuentra en efecto su dinámica específica en la búsqueda sistemática de todas las experimentaciones posibles del mundo, de nosotros mismos y de los otros que nos hablan a la vez que nos gratifican con respuestas necesariamente favorables. La especificidad dialógica del arte se presenta a sí misma como tal en las diferentes artes reconociéndose producir en ellas las figuras de felicidad (bonheur) a las que aspira el hombre. El arte elabora sus mundos en las diferentes materias a las que se entrega, proyectando los sonidos en la música, la voz y los gestos en la dramática y el teatro, el cuerpo y los volúmenes en la escultura, en las artes plásticas en general y en los materiales de construcción de la arquitectura. (Poulain 2014).
Digamos, en consecuencia, que todo individuo es el resultado de este movimiento sensible, motriz y consumatorio por el que se refiere a sí mismo y en el que se reconoce produciendo su mundo, un mundo que sin duda le satisface de manera tan objetiva y verdadera como el reconocimiento que es él quien lo produce y anima en el uso de la palabra.
Esta estética como autoapropiación sensible y teórica en la forma del juicio, conmociona el mundo de la racionalidad reguladora, trascendental y siempre en manos de una voluntad superior. Este pensamiento racional que se piensa capaz de transformar la realidad directamente, es una razón que olvida su inscripción en un cuerpo viviente, es decir, en un cuerpo deseante, pensante, actuante y que imagina constantemente el mundo, un cuerpo que no es algo pasivo y marginal dispuesto a ser sometido a las leyes de la moral, de la justicia y de la política. Somos por esta vía víctimas de una trampa que neutraliza la posibilidad de escapar a la estetización del pensamiento, para acercarnos así a un pensamiento sensible capaz de abandonar la arbitrariedad del pensar racional. Dicha trampa consistiría en tomar el cuerpo como núcleo irrecusable del saber sensible, postura que no ha hecho otra cosa que repetir la disputa por acceder a la objetividad y universalidad de un tal saber que esgrime pruebas. No son pocos los ejemplos donde podemos ver que se hace el llamado a la sensibilidad, al sentimiento, a los gestos, al contacto corporal y, además, a una conciencia corporal. Todo parece tender hacia una suerte de elemento material y sensible, que supone ser el primero y el último refugio de toda certeza mundana. En este orden, el cuerpo es presentado como dimensión capaz de establecer naturalmente los límites y las proximidades respecto de sí y respecto de los otros por una suerte de intuición o de empatía de las que el arte y la estética quisieran ser los testigos privilegiados. Nos relacionamos con el cuerpo como si se tratara de un hecho acabado, que se produce por la ayuda de correlaciones físicas de estímulo y respuesta, como resultado de una hipotética identificación mutua entre los interlocutores a propiedades biológicas comunes, en últimas, como si se tratara de una máquina sometida a las órdenes del piloto. Todas estas pretensiones que buscan reducir al hombre a una condición pura y natural, no obstante, su positivismo radical, son sólo posibles por el pensamiento representacional, que permanece en la ilusión de un pensar que se piensa a sí mismo. Dicho de otra manera, un pensamiento que piensa pensamientos, un pensamiento de espaldas a la experiencia comunicacional que sitúa al hombre en relación a su propia experiencia física y psíquica, a la experiencia del otro y del mundo, pues la vida humana en su conjunto sólo es posible en la medida en que estos procesos de comunicación se producen, pero nunca antes, a riesgo de naturalizar y mistificar.
En el mundo actual, la mundialización económica y política del ser humano como hemos insistido, ha neutralizado las dinámicas de la comunicación pretendiendo hacer posible la experimentación total del mundo, olvidando que para el hombre, la vida mental es un proceso de experimentación comunicacional consigo mismo, que encuentra su autorregulación en la vida sensible, afectiva, cognitiva, práctica y consumatoria, sólo a condición y en la medida en que logre armonizarse mediante el diálogo libre que le corresponde sostener con los demás miembros de la sociedad.
Pese a que el ser humano puede jactarse de la eficacia que ha obtenido por la modificación material y apropiación de la naturaleza, la fe en la instancia del consenso científico, ético, político y estético, no van a modificar sino ilusoriamente el hecho de que el hombre no puede transformarse a sí mismo de manera directa. Así como la verdad de las hipótesis científicas es algo que puede constatarse por la experimentación en el mundo visible, la política y la estética han querido elevarse a la objetividad de esta tarea científica, buscando hacer visible a los ojos de todos y de una vez por todas, las acciones vinculantes como hechos ciertos, experiencia que por su condición factual, se supone permite a cada uno sentirse seguro y cierto de su participación en la producción dinámica y armónica de la sociedad, así como de una justicia universal que garantiza su bienestar social.
Para terminar, diremos que el hombre no puede alcanzar su bienestar y felicidad por la vía de la experimentación total del mundo y de sí mismo, pretendiendo transformar mediante sistemas reguladores del deseo, de las creencias y de las intenciones de obrar, un mundo mejor tal como lo promete la ciencia, en consonancia constante con el ideal político de la justicia y la salvación cristiana. La tarea antropológica de la estética tiene por principio, como se ha subrayado, orientar constantemente las experiencias de reconocimiento de nosotros mismos y de reencuentro con los demás en el diálogo. Desde esta perspectiva, la comprensión del cuerpo permite instaurar su presencia activa, no como núcleo sensible y expresivo que pone mágicamente en relación el sí mismo interior y el otro exterior, sino como lugar de una toma de posición específica respecto a la experiencia de vida, que cada quien está en condiciones de darse y de apropiarse. Las culturas en este contexto de mundialización son constreñidas en su imaginario colectivo y en su búsqueda de sentido a la memoria de sus tradiciones, como si estas constituyeran los últimos asilos del sentido y la verdad de cada uno; este retroceso imita la guerra mundializada de los monopolios que caracterizan los intercambios del capitalismo avanzado. En esta guerra cada cultura afirma el valor de verdad de su propia cultura, como si las otras no valieran nada. El diálogo transcultural, se levanta aquí como necesidad para superar esta violencia y liberar el diálogo que permanece hipotecado en el consenso ciego. Estos acuerdos racionales que pretenden regular el conflicto por una comprensión recíproca, tienen como precepto el respeto por las “otras” culturas como si de una persona moral se tratara, para lo cual, bastaría tan sólo con reconocer su existencia. Muy al contrario, si entendemos que la expresión cultural del otro está cargada de una memoria de satisfacciones y de expectativas de un reconocimiento de verdades en ella presentes, el respeto mutuo por la palabra ya no puede ser sólo formal, arbitrario y moral. Asumir el ejercicio “universal” del diálogo nos pone frente a la necesidad imperiosa de juzgar en qué medida y de qué manera la importancia, la verdad y el placer que ellas significan para el otro, pueden coincidir con nuestra destinación, es decir, con nuestra propia humanidad. Cerramos esta reflexión con una cita en la que la identidad no puede significar para nosotros nada distinto a una acción dialógica continua y, por tanto, no solo abierta sino autoreflexiva:
Mientras que el arte inventa figuras de felicidad para entregarnos y alienarnos en el goce de las obras, la transformación creadora de nosotros mismos a través del diálogo transcultural, nos obliga a juzgar las formas de vida en las que vivimos e igualmente, juzgar las formas de vida de las otras culturas en la medida en que se hace necesario adherir a su propia verdad, esto es, juzgando la objetividad de las figuras de humanidad que ellas realizan, ya que no podemos juzgarlas sino a condición de pensar verdaderas sus descripciones para poder comprenderlas y afirmando nuestra identificación a ellas en el ejercicio de juzgarlas. Es esta la manera en que se nos impone una forma de diálogo que, esta vez, no puede ser sino transcultural, puesto que tenemos que juzgar de la verdad de las formas de vida humana, tenemos que juzgar la objetividad de nuestra propia humanidad, juzgar la objetividad de la re-armonización de la humanidad con ella misma que intentamos crear, para superar el antagonismo intercultural aparentemente irresoluble, al cual nos condena día tras día la mundialización económica y el terrorismo económico que ellos secretan para aniquilar toda otra forma cultural que no le sea semejante (Poulain 2014).
Referencias
Cotinat, Danièle y François Giraud
2001 L’autre de la Grèce. Entretien avec Jean-Pierre Vernant. Revue L’Autre, 2 (3). Publié par la pensée sauvage. Disponible en: www.histoire.ac-versailles.fr/IMG/pdf/JPvernant.pdf
Nietzsche, Friedrich
2003 Así habló Zaratustra. Madrid: Alianza Editorial.
Poulain, Jacques
1991 L’âge pragmatique ou l’experimentation total. Paris: L’Harmattan.
2001 De l’homme. Éléments d’anthropobiologie philosophique du langage. Paris: Les editions du CERF.
2014 ‘La realisation du bonheur dans la culture’. Presentado en el seminario Estética transcultural. Universidad Paris 8, París, octubre de 2014.
Martin, Jay
2007 Ojos abatidos. La denigración dela visión en el pensamiento francés del siglo XX. Madrid: Akal estudios.
Sloterdijk, Peter
2006 Normas para el parque humano. Madrid: Editorial Siruela, Madrid.
[1] Para un estudio crítico de este concepto consultar Jay Martin (2007).
[2].- Documental La pensée grecque: entretien avec Jean-Pierre Vernant Dirección electrónica https://www.canal-u.tv/video/ehess/la_pensee_grecque_entretien_avec_jean_pierre_vernant.13471#